Con los párrafos que siguen no pretendo decir algo nuevo, distinto. No son ideas mías. Son planteamientos que he escuchado y leído durante años y que en este momento presento a modo de recordatorio, nada más.
Muchas parroquias proponen en estos días las devociones tradicionales de cuaresma: el viacrucis, el sacramento de la confesión y la revisión de vida, un día de retiro para los feligreses, así. Igual, proponen los «jueves eucarísticos» con la adoración del Santísimo y para Semana Santa las procesiones de Jueves Santo y Viernes Santo. Al momento tal parece que la vida parroquial se define mayormente por las devociones y las organizaciones devocionales.
Promover la vida devocional de la parroquia está más que bien, no faltaba más. Pero hemos de atender también a la vida pastoral o la actividad misionera con los alejados de la fe, además de esa dimensión devocional. Y tengamos claro que la eucaristía —la misa, propiamente hablando— no es una actividad exclusivamente devocional, bien si tiene su aspecto devocional.
El énfasis en la vida devocional cristiana tiene sus orígenes en los tiempos en que se dio una división entre los que entendían el culto y los que no lo entendían. Lo que en un primer momento fue culto comunitario de todos entre todos se fue transformando cuando el pueblo ya no entendía el lenguaje (el latín) de las oraciones y también, cuando los que presidían el culto pertenecían a una clase social superior, la de los que podían leer y manejaban el latín. Al no entender ni poder participar activamente en el culto, el pueblo común comenzó a elaborar su propio modo de rezar y de expresar su relación a Dios, en paralelo a la liturgia oficial. Así aparecieron las prácticas devocionales. Nótese que en la Reforma protestante el culto retuvo la liturgia de la Palabra y se decantó por las expresiones devocionales.
Hoy ya no tiene sentido visualizar la actividad pastoral al modo de una iglesia de entendidos que guían a unos ignorantes. Hay que superar el modelo monárquico y aristocrático de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II buscó rescatar un culto de todos entre todos, comenzando por el uso del vernáculo (la lengua común de la localidad). Todavía hay camino que recorrer en este sentido, si el ideal es el de un culto que sea una verdadera expresión de la vida de fe en la comunidad parroquial, algo que no se limita a las expresiones devocionales. El sentido o comprensión y valoración de la misa puede ser tan pobre, como lo que me topé en una ocasión, en una convención internacional de la Iglesia católica con apenas unos cincuenta participantes, en que durante toda una semana de reuniones nunca hubo una misa comunitaria entre todos. Entre los asistentes —todavía en la primera década del siglo 21— prevalecía el concepto exclusivamente devocional de la liturgia.
Ver la misa y la actividad parroquial como algo promovido por la institución de la Iglesia es tener un concepto distorsionado de lo que es la Iglesia. La Iglesia católica no es una multinacional que le da unos servicios a unos clientes. Lo mismo se da en otras iglesias con reverendos administradores al servicio de unos clientes.
No hemos de tomar a los feligreses como si fuesen clientes de los curas. La Iglesia somos todos, como Pueblo de Dios. La Iglesia no es de los clérigos y el clericalismo ha sido eso, el asumir que la Iglesia son los clérigos y que le pertenece a los clérigos. Un ejemplo de esto es el caso de un párroco que puso en Facebook que nadie puede alzar los brazos durante la misa, porque sólo el celebrante puede hacer eso.
Porque la Iglesia no es una multinacional, sino que es Pueblo de Dios, por esa razón la misa no es una devoción personal de los clérigos, ni los laicos han de asistir como a un ejercicio de devoción personal. Al menos ya no se ve el asunto de esa manera, luego del Concilio Vaticano II. Antes del Concilio se podían ver a los monjes y a los clérigos todos diciendo cada uno su misa privada y aparte, de cara a la pared.
El sujeto de la misa es Jesús presente en la comunidad celebrante. El presbítero preside la celebración en que todos participan. El pueblo celebrante es el cuerpo místico de Cristo, presente en la comunidad, en los textos de la Escritura, en el pan eucarístico. De ahí el énfasis que puso el Concilio sobre la participación de todos en la misa y esa es la razón para la misas concelebradas. El presbítero no celebra, sino que preside la celebración sacerdotal de toda la comunidad. Cada uno participa en el sacerdocio único de Cristo y el presbítero lo hace de acuerdo a su ordenación (encomienda) sacramental, tan sacramental como la ordenación (encomienda) bautismal de cada cristiano.
La vida de la comunidad cristiana —como en la vida parroquial— no puede limitarse al aspecto devocional subjetivo, personal. La misa no se puede limitar a la acción personal, subjetiva. Antes que oración personal, la misa es oración colectiva, oración de Cristo como sujeto presente en la comunidad como Cuerpo Místico. Lo mismo ha de decirse de toda la actividad parroquial, que es trabajo misionero de Cristo a través de sus miembros, los feligreses dirigidos por los encargados, por los líderes parroquiales y los diáconos y los presbíteros.
La actividad devocional es algo importante y es parte de esa vida parroquial, pero no es lo único. Parte igualmente importante de la actividad parroquial ha de ser el trabajo con los pobres y marginados, con los hambrientos y sedientos, con los migrantes y transeúntes, con los alcohólicos y adictos, así. Igual, es responsabilidad de la comunidad como conjunto atender a las necesidades materiales y espirituales de su entorno. De ahí que toda parroquia deberá tener algún tipo de programa de enlaces con las personas y grupos de su entorno para dar testimonio cristiano y así también atraer a los alejados hacia Jesús. La misa entonces debe incorporar y representar toda esa actividad parroquial. Este es el sentido de decir que la misa es la cumbre y la fuente de toda la actividad cristiana.
En la medida que esto le suene extraño a algunos, en esa medida la institucionalidad eclesiástica nos ciega. Es una ceguera parecida a la de los tradicionalistas que no se dan cuenta de la opacidad histórica de sus ideas.
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