Este domingo celebramos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. De esta manera evocamos el triunfo final de Jesús cuando todos entraremos con él a la Nueva Jerusalén, la celeste.
Podemos tener eso en mente al hacer la procesión con ramos antes de entrar al templo para la celebración del día.
Una vez entrados al templo, se lee la primera lectura, de Isaías 50,4-7: «El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.»
De esa manera el profeta Isaías quizás se refirió a sí mismo o también al pueblo de Israel, maltratado y humillado por los asirios y babilonios. Dice que descubrió (Dios le abrió el oído) que Dios no lo abandonaría, lo que también se aplicaría al pueblo. Esto también lo entendemos como profetizado acerca de Jesús. A pesar de su humillación, sufrimientos, ultrajes, Dios no lo abandonó. Y también lo aplicamos a nosotros mismos, que igual que a Jesús, Dios no nos abandona.
¿Que Dios no abandonó a Jesús? Pero si murió en la cruz, dirá alguien. Dios está con nosotros, aun en la derrota total del sufrimiento como en la cruz. El fracaso es el sacramento de nuestra misión, la expresión externa del misterio de la voluntad divina. Por eso nos podemos mantener firmes en la fe, como los mártires cristianos en el coliseo, frente a las fieras.
El salmo responsorial canta versos del salmo 21(22), el que Jesús pronunció en la cruz, que comienza, «Dios mío por qué me has abandonado». Así, cantamos los versos de ese salmo que en su estrofa final dice, «Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré.». Como Jesús aceptamos los sufrimientos como parte del esquema de la realidad establecido por el Padre.
¿Se trata de masoquismo, un gusto malsano de mentes que disfrutan perversamente del sufrimiento? No tiene sentido que Dios nos invite a degustarnos en el sufrimiento. El mismo Jesús demostró que no sentía entusiasmo alguno por sufrir.
Se trata más bien del misterio del sufrimiento inevitable que es un elemento integral de toda vida humana en este mundo. No es algo que uno quiere, pero que está ahí como parte del paisaje de la vida. Si uno acepta de Dios lo bueno, también hay que aceptar lo malo, como diría Job (2,10).
Un modo de entender el sufrimiento es explicarlo por el hecho del pecado, como una consecuencia del pecado original, o de la inclinación al pecado de los humanos (envidia, codicia, orgullo, vanidad, lujuria…). Todo humano está expuesto a ser víctima de los demás por culpa de esas pasiones cuando se desatan sin control contra nosotros, que fue lo que le sucedió a Jesús. Las pasiones ciegan y uno se pregunta cómo es que eso es parte del plan de Dios para la vida de los humanos.
El testimonio de Jesús no es decir que Dios se equivocó cuando hizo las cosas como nos las encontramos los humanos, algo que ahora él viene a corregir. Jesús no vino a cambiar el mundo, a hacer que las cosas sean distintas, o que la gente sea distinta. La gente cambia por cuenta propia y no porque Dios lo imponga.
La verdadera liberación no es algo impuesto, sino que es algo que sale de adentro de nosotros mismos, de nuestra propia decisión de aceptar a Jesús y al aceptarlo, aceptar el plan del Padre. Jesús vino a enseñarnos el camino para sortear entre los obstáculos de este mundo. El camino es él mismo y sus enseñanzas: amor incondicional al Padre, confianza total en el Padre, y amor al prójimo igualmente incondicional.
En la segunda lectura de hoy (Filipenses 2,6-11) reconocemos la actitud de Jesús como obediencia incondicional al Padre. Es lo que también nos toca a nosotros asumir.
Jesús dijo: el Padre no juzga y perdona los pecados. Basta tener fe en Jesús y ya los pecados no cuentan. Esto lo constatamos al hacer un repaso de los pecadores en los evangelios. Está el caso de la mujer que llega y le perfuma los pies a Jesús, en el pasaje del evangelio que leemos todos los años en las lecturas del Lunes santo. Jesús no mira a sus pecados, ni a su condición de pecadora. Mira al amor y la fe de ella.
En su Pasión y su cruz Jesús vivió lo que él mismo enseñó. Ese es el camino que nos abrió a la resurrección.
«Redención» equivale a «liberación» de la esclavitud del pecado. Por eso la Semana Santa no debe ser motivo de tristeza, sino de alegría. Por más pecadores que seamos, qué alegría saber que Dios quiere nuestra entrada a la Nueva Jerusalén, al Reino.
Invito a ver una presentación que preparé sobre esto mismo, en YouTube (hacer clic).
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