Invito al lector a leer con detenimiento los párrafos que siguen. Invito a no pensar en el que escribe, sino en lo que se dice en estos párrafos. Invito a reflexionar en un espíritu de oración y escucha a lo que Dios quiere para todos los cristianos.
En los párrafos que siguen hay repeticiones y eso es parte de la intención de aclarar lo más posible. También se explica por el hecho de que no es una redacción con una forma final. Es una reflexión en proceso y por eso es en realidad un diálogo con el lector, como todo lo que se presenta en este blog de reflexiones.
Invito al lector a poner entre paréntesis sus convicciones para pensar, reflexionar, sobre esta festividad litúrgica. Como todo lo demás en este blog de «Reflexiones de cristiano» con los párrafos que siguen buscaré encuadrar la manera de entender la eucaristía en lo establecido en el Concilio Vaticano II, como una manera de meditar sobre nuestra vida de fe.
El presupuesto de estos párrafos es lo siguiente.
Recordemos las palabras de Jesús en Juan 14,23, «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». Todos somos morada del Espíritu Santo y con el Espíritu, Dios mismo mora en nosotros y camina con nosotros.
Recordemos así que la manera primordial con que Jesús está personalmente presente, con que Dios está presente, con que el Espíritu está presente, es en nuestro interior como presencia íntima en nosotros, gracias al bautismo y nuestra vida de fe en Jesús.
Lo importante no es que Jesús esté realmente presente en el pan eucarístico, sino que Jesús se da a nosotros y viene a morar en nosotros. Más importante que su presencia en el pan es su presencia en nosotros, la vida interior de nuestra alma, de Jesús y de la Trinidad en nosotros. Esta es la realidad de la vida para todo cristiano en virtud de su bautismo. Antes de buscar adorar a Jesús en algún objeto externo, ya le podemos adorar presente en nuestra morada interior.
Igual que reconocemos a Jesús en nuestro interior, reconocemos a Dios manifiesto en Jesús, que fue anunciado por los profetas y que luego hemos conocido gracias a la predicación evangélica. Así, podemos ver que más importante que adorar a Jesús en el pan eucarístico es la adoración a Jesús en las Escrituras, en nuestro interior, y como parte de la comunidad orante de la parroquia.
Podemos pensar en el orden de la presencia de Jesús en nuestra liturgia, en nuestra vida de oración comunitaria. Jesús está ya presente en nuestras almas al ingresar al templo y entonces ya está presente en el cuerpo místico que es la comunidad orante. Jesús está presente en al altar y en el ministro que preside la celebración, y entonces está presente en el pan y el vino de las ofrendas que son su cuerpo y su persona dado en amor por todos y para todos (ver Sacrosanctum Concilium §7).
La obsesión y el enfoque excesivo en la adoración del pan eucarístico como un objeto es algo que raya en la idolatría. Si tenemos presente a Jesús como descrito en el párrafo anterior (ya en nuestras almas, que ya es morada del Espíritu; ya en la asamblea orante como cuerpo místico; ya en el altar y el ministro que preside; ya en las especies de pan y vino que son para nosotros (no objetos para adorar, sino) comida y bebida de salvación entonces la adoración a Jesús y al Padre se cumple en toda la acción litúrgica. Recordemos cómo Jesús mismo habló del pan eucarístico, como algo para comer: «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.» (Juan 6,55).
Lo importante en la liturgia no es el milagro, sino nuestra oración en comunión con el Padre por medio de Jesús. Jesús ya esta presente en nosotros, ya mora en nosotros, y es él también que ora por boca nuestra. Ya Jesús ora en nosotros en el sacerdocio universal de los fieles, lo mismo que en el sacerdocio ministerial de los presbíteros. En ese sentido la presencia real en la hostia es algo derivado de lo principal, que es la oración sacerdotal de Jesús presente en el Pueblo de Dios orante. La hostia (el pan) está ahí para ser ingerido, para ser alimento y bebida, que es su sentido propio, apropiado.
Valga añadir a esta consideración que, para que el signo sacramental se cumpla en totalidad, el pan de la comunión debe ser el consagrado en la misma celebración. No tiene sentido repartir formas consagradas de misas anteriores. El uso de guardar formas consagradas se originó en los primeros tiempos del cristianismo en la práctica de enviar formas (hostias consagradas) a otras comunidades como símbolo de unidad entre las comunidades y también para los enfermos y los moribundos y otros impedidos de estar presentes con la comunidad en la celebración eucarística. El principio de la integridad del signo sacramental también exige que no se usen hostias de misas anteriores, de la misma manera que uno no sirve pan viejo en la cena cotidiana.
Evoquemos el siglo 13, cuando se originó la adoración eucarística, más de mil años después de Cristo y de la época de los primeros cristianos. En aquel momento la misa para el pueblo era algo que hacían los clérigos allá, de cara a la pared. El pueblo no entendía latín, ni jota de lo que hacía el presbítero. En el caso de las iglesias orientales la misa era algo que hacía el sacerdote oculto detrás de una mampara, el iconostasio. El pueblo llano no sabía de lo que hacía el sacerdote y para los efectos la misa era un ritual mágico. Deseosos de participar, lo único que los fieles podían hacer era esperar a que el sacerdote elevara la hostia para que todos la vieran y la adoraran. Por eso se tocaba la campanilla al momento de la elevación, para que los que no entendían, ni sabían lo que pasaba, supieran que en ese momento podían adorar la hostia desde lejos.
Valga recordar que el pueblo asistía a las ceremonias de pie y era natural que se entretuvieran en conversaciones entre ellos y hasta de flirteo. El toque de la campanilla era un llamado a suspender todo y atender a la adoración de la hostia.
Entre tanto el pueblo devoto (ansioso de atender y no distraerse) rezaba sus oraciones privadas en paralelo con la ceremonia. Todavía en la primera mitad del siglo 20 los devotos rezaban rosarios y practicaban otras devociones personales. Aún hoy día muchos se dedican a la oración privada durante la misa en la medida que todavía la liturgia no se ha transformado en verdadera acción de grupo orante, en la medida que se asume que la misa es algo que el presbítero celebra y los fieles son espectadores. Se asume que los fieles vienen los domingos como quien viene a una tienda a adquirir un producto. Pero los fieles no son clientes de los curas, sino que todos somos Pueblo de Dios. Los fieles no son espectadores sino celebrantes en su papel de miembros del Pueblo de Dios. Por eso hablamos del sacerdocio universal de los fieles y el sacerdocio ministerial del presbítero.
En aquellos tiempos del siglo 13 el deseo de unión con Dios sólo podía cumplirse mediante la adoración de lejos en una acción litúrgica que para los efectos era una magia y mediante las devociones privadas. Notar que el rezo del rosario apareció por esa misma época. Notar que en la renovación del cristianismo que fue la Reforma protestante, los fieles volvieron a entender la celebración como oración colectiva, pero olvidaron el aspecto sacramental (que ya no se entendía, como todavía no se entiende del todo) y reclamaron para sí las prácticas devocionales en el marco de las referencias bíblicas. Podemos decir que en tiempos modernos los protestantes se quedaron con la parte de los fieles (la liturgia de la Palabra) y los católicos se quedaron con la parte de los clérigos (la liturgia de la anáfora, o del anamnesis, o de la Cena del Señor como tal). Vaticano II propuso restaurar la unidad en lo que es el Pueblo de Dios, compuesto de pueblo y clérigos. El Concilio Vaticano II propuso restaurar los usos y las prácticas de los primeros tiempos, de los primeros cristianos, en que los sacramentos vuelven a tener carácter comunitario.
Podemos reconocer que hoy todavía la adoración eucarística (adoración del pan eucarístico, la hostia) puede alimentar la vida de oración de más de un cristiano católico. Pero en el espíritu de Vaticano II y en fidelidad al mensaje de Jesús en los evangelios hemos de encuadrar la eucaristía (la misa) en el sentido eclesial más pleno, en que la actividad de la Iglesia no gira alrededor de un mecanicismo sacramental, sino que es una expresión de la experiencia vivida de la fe en el seno de una comunidad orante. Todos los sacramentos se supone que se den como celebraciones comunitarias. La devoción personal adquiere su sentido pleno en la comunidad orante y lo mismo hemos de decir de la devoción personal en la adoración eucarística.
La eucaristía es la cumbre y la fuente de toda la vida de la Iglesia. Hemos de tomar esto, no en el sentido del pan eucarístico (la hostia) en sí, sino en el sentido de la eucaristía como oración celebrada en asamblea (la misa). Esto es lo que propone el documento sobre la liturgia del Concilio Vaticano II, en el § 10, «…la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan para alabar a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (ver Sacrosanctum Concilium, en el sitio de Vaticano).
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Recordemos que el origen de la celebración del Corpus Christi (enfocada en la adoración de la hostia como pan eucarístico) se remonta al siglo 13, más de mil años después de Cristo. Anteriormente, en los primeros siglos, el pan eucarístico se entendió dentro del escenario de la celebración eucarística (la misa). Fue después de aquel momento que se enfocó la atención sobre la hostia misma aparte del escenario de la misa.
Hacer una procesión con la hostia exhibida en una custodia es trasladar el pan eucarístico a un contexto distinto al contexto original de la eucaristía (el pan en la misa). El lugar adecuado del pan eucarístico es ser parte integral de la expresión de una comunidad orante que se reúne para celebrar la Cena del Señor.
¿Qué propósito tiene ir en procesión con la hostia exhibida en una custodia, un ostensorio? La procesión del Corpus Christi es una práctica que no deriva de la predicación original de los apóstoles. Cuando Jesús habla del pan eucarístico no dice que es para ser adorado, sino para ser comido (ver Juan 6,51-56; por ejemplo, «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.»). Al trasladar el sentido del pan eucarístico fuera del contexto de la Cena eucarística, la práctica de la adoración de la hostia raya en la idolatría (que no necesariamente es el caso, sobre todo para los cristianos más conscientes).
Sin intención de promover la prohibición de esta práctica (sólo a modo de reflexión), podemos reconocer que la exhibición de la hostia junto a la invitación para adorarla (particularmente en una procesión como demostración pública) es algo que no tiene fundamento en los evangelios. Podemos también reconocer que es una práctica que deriva de los tiempos en que hubo quienes dudaron de la Real Presencia (o de la transubstanciación, con los detalles con que se impuso en el siglo 13) y a quienes había que reafirmarles la doctrina con una procesión en una expresión de fuerza, como en los mítines políticos.
En tiempos modernos la Iglesia institucional se definió a sí misma en guerra contra la modernidad. En aquel contexto de denuncia del mundo moderno y del laicismo y de nostalgia por los tiempos medievales, la procesión de Corpus Christi fue también una demostración de fuerza. Nótese que no hay congresos eucarísticos hasta el 1881 en adelante. Podemos pensar que la procesión del Corpus siempre tuvo ese carácter de manifestación de la identidad religiosa, como una especie de agresión (política) multitudinaria contra «los enemigos de la Iglesia».
Hemos de reconocer que fomentar la adoración eucarística hoy por hoy se ha convertido en un arma de guerra en manos de obispos que no están de acuerdo con el papa en su actitud de apertura y diálogo con los contemporáneos. Es una manera de sabotear los esfuerzos del papa por echar a andar el movimiento de la sinodalidad en la Iglesia, un proceso que arrancó desde el 2014 (ver documento sobre la sinodalidad en el sitio del Vaticano). El movimiento por la sinodalidad tiene bases en el modelo de los primeros cristianos y de las mismas enseñanzas evangélicas. El esfuerzo por promover la adoración eucarística no.
Como parte de la renovación de la Iglesia luego del Concilio Vaticano II se hace necesario promover una toma de consciencia de que tanto jerarquía y clérigos como laicos pertenecemos a una misma institución, a un mismo Pueblo de Dios. No puede haber Iglesia sin laicos, ni tampoco puede haber Iglesia sin clérigos. La Iglesia no es de los clérigos, ni tampoco es de los laicos. Es lo que encontramos en la misma celebración eucarística, que es inconcebible sin feligreses presentes. Para los que ven los sacramentos como especie de actos de magia, lo propuesto por el Concilio Vaticano II no se entiende.
La Iglesia somos todos y eso es algo que la sinodalidad busca promover, esa consciencia de Iglesia que hasta ahora ha estado fuera de balance, en que se necesita que cada uno asuma su rol y su responsabilidad propia. Pero eso no lo ven algunos que no entienden lo que significa Vaticano II y la renovación de la Iglesia.
En vez de estar atentos a la acción del Espíritu en la renovación de la Iglesia los obispos tradicionalistas promueven enfocar la atención a la restauración (no la renovación) de usos que ya antes perdieron su importancia con el Concilio Vaticano II. En vez de juntar esfuerzos con el papa en el proyecto de diálogo para la acción pastoral, los obispos proponen por su cuenta el énfasis en la devoción al Santísimo al margen de las propuestas de Vaticano II y lo que debiera ser una iglesia post conciliar.
Vaticano II buscó rescatar un cristianismo más auténtico, limpiando el catolicismo tradicional de las prácticas y creencias que opacaron las verdades de la fe original. En tiempos más recientes y con los estudiosos del movimiento litúrgico (en los últimos ciento cincuenta años) hemos ahondado en el sentido de la eucaristía, no como la presencia de Cristo en un objeto, cuanto presente en la comunidad orante en que la oración de la comunidad es la misma oración sacerdotal de Cristo dirigida al Padre. Vemos la eucaristía, no como un objeto, sino como una acción, según el significado original de la palabra («dar gracias»).
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Invito al lector a continuar esta reflexión.
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