Hoy celebramos el misterio de la vuelta de Jesús al Padre.
Luego de compartir con los apóstoles y discípulos ya resucitado por la fuerza del Espíritu, Jesús subió al cielo envuelto en una nube. Pero se quedó con nosotros gracias a la acción del mismo Espíritu que nos constituye como cuerpo místico de Cristo. Mediante el Espíritu, Cristo sigue activo entre nosotros como fuente de vida espiritual y nos va perfeccionando como Iglesia y colectivo cristiano.
En el último capítulo del evangelio de Marcos se da la Gran Encomienda: Jesús le dice a sus discípulos que salgan a todas partes a anunciar la Buena Nueva de la salvación. Como es natural tomó tiempo caer en cuenta del significado y las implicaciones del Evangelio, como lo vemos luego en el libro de los Hechos de los apóstoles. Todavía hoy día están los rigoristas que quieren imponer condiciones al acceso a la salvación. En los primeros años de la Iglesia se dio la controversia en torno al requerimiento de la circuncisión y las reglas dietéticas y otras normas de impureza establecidas en el judaísmo. En nuestro tiempo están los que quieren negarle la salvación a tantos y por tantas razones, como los clérigos que viven obsesionados con los temas de la sexualidad. No han leído ni profundizado en lo que dijeron los profetas respecto a la Nueva Alianza y el Mesías, que fue a lo que exhortó Jesús durante los 40 días que pasó Jesús con sus discípulos en la última catequesis post pascual. El amor de Dios es incondicional.
La primera lectura (Hechos 1,1-11) de hoy narra cómo, luego de su resurrección, Jesús se le apareció durante cuarenta días a los apóstoles para darles numerosas pruebas de que estaba vivo y hablándoles sobre el reino de Dios. Durante ese tiempo, en una ocasión en que comían juntos, les anunció el bautismo del Espíritu que recibirían. De esa manera recibirían la fuerza para anunciar y ser testigos de su resurrección y de la llegada del reino de Dios. La lectura termina cuando Jesús se eleva al cielo oculto en una nube. Ellos se quedan mirando al cielo y en eso aparecen dos ángeles que les anuncian que Jesús, de la misma manera que se ha ido, volverá.
La segunda lectura está tomada de la carta de san Pablo a los Efesios 1,17-23. Pablo anuncia el bautismo del Espíritu cuando reza por sus hermanos diciendo, «El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo». Así reconocemos a Jesús como el enviado del Padre a quien Dios resucitó y luego elevó a la gloria del cielo por encima de todo. Dios le dio la Iglesia y él es su Cabeza. «Ella es su cuerpo, plenitud del que llena todo en todos».
Hay una segunda lectura alterna para este día, también de la carta a los Efesios 4.1-13. En ella también se formula la imagen del cuerpo místico de Cristo y de cómo cada cristiano se desempeña en la Iglesia a la medida de sus dones o carismas del Espíritu. De esa manera Cristo actúa en su Iglesia y nos va perfeccionando hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, a la medida de Cristo en su plenitud.
El evangelio está tomado de Marcos 16,15-20. Jesús le encomienda a los apóstoles la misión de anunciar la Buena Nueva por todo el mundo en lo que pudo ser la catequesis de la post resurrección. Entonces, nos dice, «después de hablarles, fue elevado al cielo». Ellos salieron entonces a anunciar el evangelio y su predicación se confirmaba con señales y prodigios. Ya Jesús lo anunció al momento de su despedida antes de la ascensión: «A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
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Vemos que con el bautismo de agua y el bautismo del Espíritu todos nos incorporamos a la vida en Cristo. Así nos entroncamos con Jesús como la vid y los sarmientos, y también somos el rebaño que sigue al Buen Pastor, al conformar el Cuerpo Místico. Nuestra vida es un vivir en Cristo.
De esta manera ser cristiano equivale a ser persona decente, sin doblez de corazón. Implica ser incapaz de colaborar con las mentiras, los engaños, las tretas, las manipulaciones de incautos. Implica ser personas de integridad y de bien. Y esta nuestra vida cristiana se nutre de la vida comunitaria junto a los hermanos en la fe. Esa constitución de la realidad cristiana en Jesús se confirma y se realiza en la oración colectiva y comunitaria.
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