Dios es amor. Con el Espíritu Santo ese amor de Dios se nos infunde de manera especial para vivir como cristianos.
Durante la Edad Media y en los tiempos modernos la vida cristiana se entendió como un asunto individual, personal. Uno vivía su fe personal al modo clerical o al modo laico. Clérigos y laicos vivían su fe por separado.
Entre tanto la Iglesia se entendía al modo institucional. La Iglesia le pertenecía a los clérigos y no había consciencia o sentido de que la Iglesia fuésemos todos. Todavía hoy están los que siguen viendo la Iglesia al modo institucional. Se ven como miembros de la Iglesia como institución pública (especie de multinacional) antes que como «pueblo de Dios».
Podemos decir que de hecho la Iglesia es ambas cosas: institución y pueblo de Dios. Lo uno no quita lo otro. Pero a nivel pastoral y en sentido litúrgico prima el sentido existencial de pueblo de Dios (ver Lumen Gentium, Constitucion dogmática sobre la Iglesia, §’s 6 y 9). Esto es algo que no se vio claro hasta el Concilio Vaticano II y todavía falta que cale a nivel popular. Eso sí, la iluminación del Espíritu sigue su propio ritmo.
Está el caso de san Isidro Labrador (un santo laico), por ejemplo, que iba a misa por las mañanas. La vida de san Isidro y de los monjes del monasterio donde él iba a misa no coincidían. Sus vidas discurrían de manera paralela, en cuanto a la vivencia de la fe. Era una fe que se vivía en términos de los sacramentos y las devociones personales, cada uno por su lado. Los monjes cantaban en latín y los laicos rezaban por su lado, como todavía se dio en la primera mitad del siglo 20, cuando la gente iba a la iglesia y rezaba sus oraciones personales en paralelo con la misa que el sacerdote rezaba por su lado frente al retablo. Todavía hoy día la gente va a misa a practicar su devoción personal y cada uno reza en paralelo con los demás. Falta desarrollar el sentido de la oración pública de la comunidad como acción colectiva.
Desde tiempos medievales se da por sentado que la vida de perfección cristiana es la de los monjes, por lo que se piensa que la vida religiosa de los laicos debería seguir el mismo patrón de los monjes. Ser un buen cristiano laico (o un buen clérigo secular) equivaldría a imitar lo que los monjes hacen. Así se ha tomado el asunto porque se entiende la vida de oración exclusivamente en términos individuales, personales.
Hasta tiempos del movimiento litúrgico a principios de siglo 20 no había idea de la vida de cristianos en sentido colectivo y de la oración litúrgica como oración pública de la comunidad como Iglesia. No había sentido de que todos conformamos la Iglesia, juntos. Por eso en los institutos seculares que se fundaron en el siglo 20 —con miembros casados— la vida espiritual se sigue practicando según el ideal religioso de los monjes. Están los miembros numerarios y los supernumerarios. En ese sentido todavía falta camino para alcanzar una verdadera espiritualidad laica. (Recomiendo la lectura de Ives Congar, Jalones para una teología del laicado, publicado originalmente en 1953).
No es asunto de abandonar la oración privada, que es algo fundamental. Es asunto de entender la oración pública y la vida pública de la Iglesia, que es algo también fundamental. Nuestra vida espiritual supone tanto la oración pública como la oración privada. Pero hemos de reconocer que, precisamente, desde tiempos medievales se ha dado un énfasis exclusivo a la oración privada.
En las décadas precedentes al Concilio Vaticano II caímos en cuenta de la realidad del Cuerpo Místico de Cristo, que todos conformamos en cuanto bautizados en el agua y el Espíritu. Vimos que clérigos y laicos somos todos una unidad en Jesús y que nuestra vida de oración debe expresarse de un modo correspondiente. Esto fue más difícil de comprender en el mundo hispano, donde todavía prevalecía el patrón de clérigos en su dimensión aparte y laicos cuya vida de oración se nutría mayormente de los sacramentos que ofrecían los clérigos del otro lado de la división jerárquica, desde el presbiterio. A un lado estaba la dimensión clerical y del otro la dimensión de las devociones privadas de los laicos. (En estos días he visto en una parroquia que a los mismos laicos que son ministros de la eucaristía no se les permite pisar el presbiterio durante la misa, ni tan siquiera para ir a coger los copones al momento que van a distribuir la comunión a los fieles en la misa.)
Todavía a finales de siglo 20 en el mundo hispano no había sentido de pertenencia a una parroquia. Lo importante era ir a misa el domingo, no importa donde fuera. Lo importante era recibir los sacramentos, no importa donde fuera. Lo importante son los sacramentos y la comunidad en que se dan esos sacramentos es algo secundario. Todavía los bautizos y los funerales se dan como asuntos privados de familia.
En los tiempos posteriores al Concilio Vaticano II fue más fácil comprender la dimensión de nuestra realidad como Cuerpo Místico fuera del mundo hispano, en países donde ya estaba establecido el esquema de las unidades parroquiales. En las parroquias clérigos y laicos forman una unidad social en que juntos comparten la misión evangélica y la vida de oración entre todos. Pero todavía hay trecho que caminar para llegar a tener un sentido más completo de la dimensión comunitaria de los sacramentos.
El sentido de pertenencia al grupo parroquial como comunidad cristiana con la que cada uno se identifica también se facilitó con el abandono del latín y la adopción del vernáculo. Si la oración pública de la Iglesia hubiese seguido en latín, hubiera sido más difícil comprender la unidad que conformamos todos —cada uno cumpliendo su papel y su carisma— como Iglesia celular parroquial.
De la misma manera que el grupo de los apóstoles recibieron el bautismo del Espíritu, así también cada comunidad cristiana —sea parroquia, sea grupo apostólico— participa de la iluminación del Espíritu para concretizarse como Cristo vivo en el mundo, presente en la comunidad. (Invito a ver la encíclica Mystici Corporis del papa Pío XII.)
Algunos añoran los tiempos pre conciliares de la década de 1950, cuando había distancia entre clero y laicos y la vida de fe y oración giraba alrededor de los sacramentos, en que la misión de evangelizar se concebía en términos sacramentales y en que se entendía la Iglesia sólo en sentido institucional, cuando se definía el éxito de una gestión diocesana a base de edificios y colegios. Añoran aquella Iglesia cuya actividad misionera se tomaba en sentido de proselitismo y apologética y guerra al laicismo, y no en el sentido pastoral del reino de Dios.
En aquellos tiempos pre conciliares se concebía la misión de la Iglesia como una tarea exclusiva del clero por encomienda de los obispos, de manera institucional. En aquel esquema las mujeres y los laicos ocupaban un lugar subordinado. Las mujeres y los laicos estaban para ser dirigidos por los clérigos que eran los que tenían poder y autoridad. Los que sienten nostalgia por la década de 1950 añoran el uso del latín en el ceremonial litúrgico, porque quizás les da una sensación de encanto cultual. Conciben a Dios como una realidad sumamente espiritual que alcanzamos al modo personal y en alejamiento del «mundo», algo sólo accesible a algunos de manera espiritual, de manera que la dimensión comunitaria de la Iglesia es algo irrelevante. La idea de la oración y de la vida de fe como enmarcada en la solidaridad con otros no viene al caso para esos tales. No se dan cuenta de que en ese proceso han caído en el fariseísmo, en el enamoramiento con las apariencias y las legalidades.
Un modo de llegar a entender la dimensión de pertenencia al pueblo de Dios es el enfoque de la misión evangelizadora. Uno no busca reclutar a la iglesia institucional, sino a la comunidad concreta en que se vive la fe. La institución descansa sobre las comunidades y en ese sentido hemos de re conceptualizar la parroquia como «comunidad de comunidades». Es que el evangelio se vive más a plenitud en pequeñas comunidades con metas y objetivos específicos dentro del esquema evangélico, algo así como células primarias.
El Concilio Vaticano II propuso una expresión litúrgica más a tono con la dimensión colectiva de nuestra fe. Dios está con nosotros aquí en este mundo en la persona de Jesús que camina junto a nosotros y que se hace presente en la comunidad orante, no sólo en la persona del clérigo que preside o en el pan eucarístico. Jesús ya está presente en la asamblea como comunidad, en que todos son iguales, aunque cada uno cumpla un papel y un carisma particular. En los primeros tiempos del cristianismo —como señaló Edward Schillebeeckx en la primera mitad del siglo 20— «cuerpo de Cristo» refería a la comunidad y no al pan eucarístico. Esa vivencia como comunidad orante se facilita aun más en la diversidad de grupos parroquiales, cada uno con su propia misión.
Nótese que aquí lo que se plantea no es la eliminación de la Iglesia institucional y su presencia internacional con sus gestiones diplomáticas encuadradas en un enfoque cristiano de las relaciones entre las naciones. La Iglesia institucional no es sólo algo legítimo, sino necesario. Pero aun ahí su enfoque ha de darse en términos de una pastoral cuyo eje no es la legalidad, ni la doctrina, sino el amor del Padre que se hace presente en el mundo por la acción del Espíritu Santo.
Que el Espíritu Santo traiga un nuevo Pentecostés en nuestro tiempo.
Invito a ver unos apuntes del 2015 sobre la comunidad parroquial en Pentecostés (hacer clic).
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