En el contexto del año litúrgico, esta fiesta se asocia al tema del fin de los tiempos.
En el hemisferio norte (contrario al hemisferio sur) las noches se alargan a partir del 21 de septiembre (equinoccio de otoño). Los días se acortan; clarea apenas a las 9:00 a.m. y a las 4:00 p.m. ya puede estar oscuro. Los días se seguirán acortando y las noches alargando, hasta la noche más larga del año, alrededor del 21 de diciembre.
En épocas antiguas, desde tiempos antiquísimos, fue natural sentir miedo ante la oscuridad creciente. Los días podrían finalmente desaparecer y entonces reinaría la oscuridad total: el fin del mundo.
Puede que este año no, pero quién sabe, quizás este año sí, quizás este año es el que es. Tanto va el cántaro a la fuente hasta que se rompe. Quién sabe si esta vez sí terminamos en el fin del mundo.
Y, claro, eventualmente llegará el año final. Será el momento de la plenitud de los tiempos, cuando volverá Jesús en majestad, para llamar a los vivos y despertar a los muertos.
Esto es lo que evoca la Iglesia, el año litúrgico: nuestra incorporación a la multitud de los santos. En una situación que da miedo, el cristiano ve las cosas de manera positiva. Es el día de nosotros los santos, con todos los demás santos.
¿Nosotros, los santos? Claro, ni tan siquiera el justo, como se cantaba en el himno del Dies Irae para esta fiesta, puede estar seguro de su salvación.
Pero el vaso puede verse medio lleno, medio vacío. Los medievales prefirieron enfocar en lo negativo, de ahí ese himno del “Día de la ira”.
Últimamente enfocamos en lo positivo: Dios viene a nuestro encuentro. Dios ya irrumpió en la historia para rescatarnos de la fosa y llevarnos a verdes praderas, porque se alegra mucho el cielo por cada pecador arrepentido.
Originalmente “santos” eran todos los cristianos, que al ser bautizados eran santificados por el Espíritu Santo. Se puede asumir que “santo” en ese caso se utilizaba también en el sentido de “purificado”, “digno de admiración”, “lleno de la gracia del Espíritu Santo”.
También uno puede tomar ese uso de la palabra santo en el sentido de “consagrado a Dios”; “vivo en la fe”; “hecho bueno por la gracia de Dios” (en el mejor sentido de “bueno”).
En las siguientes citas se usa el término “santo” y ahí vemos cómo se utiliza en el sentido mencionado. Hay otros lugares del Nuevo Testamento donde aparece la palabra “santo”.
“...Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén.” (Hechos 9:13).
“Aconteció que Pedro, visitando a todos, vino también a los santos que habitaban en Lidia.” (Hechos 9:32)
“...lo cual también hice en Jerusalén. Yo encerré en cárceles a muchos de los santos,....” (Hechos 26:10).
“Saludad a todos los santos en Cristo Jesús.” (Filipenses 4:21)
Se desprende de lo anterior que “santo” se utilizó en los primeros tiempos del cristianismo como equivalente a “seguidores de nuestro Camino”; “los que ya han cambiado de modo de vida y ya no viven como los demás”. Luego también denota a los bautizados, sin más.
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La veneración (“culto”) tradicional de los santos.
Posiblemente la veneración de los santos derivó de los homenajes que surgieron espontáneamente con motivo del testimonio de los mártires que estuvieron dispuestos a morir por su fe. Como es natural en todo conflicto humano, el triunfo de uno de los nuestros reclama celebrarse, y el martirio fue visto como un triunfo frente a los enemigos de la fe.
Se dice que a veces con enseñarle a un obispo las tenazas para la tortura, éste desfallecía y renegaba de su fe cristiana y se convertía en “traditor”, “traidor”. Lo primero que le pedían al obispo era entregar los libros de la comunidad para quemarlos y “traditor” quiere decir, “el que entrega”. De la misma palabra tenemos “tradición”.
Pero si el obispo en ese momento cobraba fuerzas y prefería el martirio, entonces eso era causa de celebración. Lo mismo sucedía con tantos otros que se convirtieron en personajes de leyenda: Lucía, Cecilia, Ágata (Inés), Sebastián, Lorenzo, y muchos otros.
Los lugares de enterramiento de esos mártires se convirtieron entonces en puntos de peregrinación. Por ejemplo, hoy día también muchos sienten que visitar a Londres implica por obligación visitar la tumba de Marx. Y habrá quien prepare un viaje sólo para ir a la tumba de Napoleón.
Hay un número de privilegiados en Europa que han heredado un relicario con cabello de Napoleón. De la misma manera los peregrinos comenzaron a traerse puñados de tierra de los monumentos a los mártires y por ahí siguió la tradición de los relicarios.
La fiebre por las reliquias fue grande. Más de un santo, como Santa Teresa de Ávila, fue desmembrado al morir, enviando su cráneo a un lado, la cadera a otro lado, el corazón a otro. Santa Teresa está repartida en relicarios por distintas iglesias.
Pero lo más absurdo fue el tráfico de las reliquias en época de Martín Lutero. Se decía que en Europa habían tantas astillas de la Santa Cruz, como para hacer un barco. En diversas iglesias había relicarios de la leche de la Virgen; paja del pesebre de Belén; varios cráneos de Juan Bautista; la quijada del burro con que Sansón mató los filisteos; migajas del pan de la Última Cena; y objetos aun más grotescos. Y todavía eso se mantenía dentro de la realidad. También se llegó a exponer un huevo del Espíritu Santo y hasta algunas de sus plumas.
El día de Todos los Santos en las iglesias sacaban todos los relicarios para que la gente fuera a rezar e invocar bendiciones y “prenderle una vela a cada santo”. Más de uno iba con la esperanza de un milagro, que con tan sólo tocar el relicario, se le diera.
Este espectáculo fue una de las escenas que impactó a Lutero, cuando se dio cuenta de que todo aquello rayaba en la superstición.
Dios da su gracia a quien quiere y concede favores según su voluntad. No podemos comprar a Dios, no podemos sobornarlo. No conseguiremos la salvación o los favores de Dios mediante oraciones y penitencias. No le podemos decir, “Después de todo lo que he rezado…mira cómo me pagas”. Si a Dios le da la gana de traer al diablo al cielo, para eso él es Dios. Dios no está obligado a dar la salvación y la da a quien él quiera.
El cielo, la salvación, no es un premio que uno se gana. Es un regalo de Dios. Hasta para tener fe en Dios, tenemos que recibir la inspiración del Espíritu Santo. De nuestro esfuerzo, no logramos la salvación.
Por eso lo normal es sentir un profundo agradecimiento, como la Virgen, porque Dios se fijó en la pequeñez de nosotros. Como el mucho amor que sintió la mujer pecadora que fue perdonada. Bendito sea Dios, que nos ha llamado a compartir con los santos en su luz.
Hoy, baste que volvamos al sentido original de “todos los santos”: la familia de todos los cristianos, católicos y no católicos, orientales y occidentales; vivos y difuntos; todos juntos en la futura Jerusalén celestial.
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