[Agradezco al lector no llegar a conclusiones sin antes terminar la lectura de lo que sigue.]
El problema grande que tiene el catolicismo tradicional es su desorientación respecto a lo que significa ser cristiano.
Uno puede ser un excelente católico al modo tradicional y sin embargo vivir como un pagano. Esto es lo que ciega ese catolicismo.
Me refiero al catolicismo romano, amante del devocionario, el incienso, el clericalismo, las vestimentas. Podríamos llamarle catolicismo romántico.
De por sí, el catolicismo romántico es atractivo, sobre todo a nivel popular. Es lo que ha hecho que la Contrarreforma católica haya sido exitosa en los últimos quinientos años.
Cierto, no hay necesariamente un conflicto entre ese catolicismo y el cristianismo.
El problema está en que ese catolicismo romántico lleva pegado, como un gemelo siamés, el legalismo, la distinción de personas y el carrierismo. Ese gemelo siamés no tiene nada de cristiano.
En la mentalidad legalista, por ejemplo, el Credo se ve como una serie de afirmaciones que uno puede rubricar, es decir, firmar y endosar. Como si fuera un documento legal. ¿Cree usted que Dios es Uno y Trino? Sí. ¿Si alguien se bautizó, es cristiano? Sí.
¿Cree usted que la tierra es redonda? Sí. ¿Qué tiene que ver con su vida si la tierra es redonda? ¿Qué tiene que ver con su vida si usted cree eso? Para los efectos da lo mismo si la tierra es redonda, o si es plana.
No hay que concluir que, “La gente dice que cree, pero vive como si no creyera”.
Están los que van a misa todos los días, cumplen y comulgan y luego recitan rosarios y novenas. Pero les aplica lo mismo, “Viven como si no creyeran”.
Es que la versión legalista de la fe no tiene consecuencias para la vida diaria, en términos de vida cristiana.
¿Qué pasa si uno no entiende bien el dogma de la Encarnación?
¿Qué diferencia hay si en la misa el sacerdote se equivoca y no dice correctamente las palabras de la consagración del vino y el pan?
Para la mentalidad legalista, eso es importante.
Para la mentalidad “existencial”, por así llamarle, más importante que la vestimenta y los gestos prescritos y los detalles del rito, lo son el grupo y su tipo de vida y de relación entre sí, y la intención con que se reúnen. La misa no es un acto legal. Es una celebración comunitaria.
Hubo una época en que había que decir las palabras en latín, y si no, no eran válidas. El obispo de Ponce interrumpió una misa porque estaban recitando una versión del “Gloria a Dios en las alturas” que no era la que se suponía. Eso fue al comienzo del uso del vernáculo después del Concilio Vaticano Segundo.
Entre los que desean volver al uso del latín no he sabido de alguien que se preguntase qué lenguaje usó Jesús en la Última Cena. En ese sentido los ritos orientales de la liturgia en arameo son más fieles al original. ¿No habría que tener la misa en arameo?
Está el caso de la niña con intolerancia al gluten, un caso real. El sacerdote, luego el obispo, luego Roma, le negaron hacer la Primera Comunión con otra cosa que no fuera la hostia tradicional de trigo. ¿La de la Última Cena sería de trigo?
Pasa lo mismo con el concepto del la confesión en el catolicismo tradicional. Para los efectos es un tribunal de justicia en que el juez es el sacerdote. El sacramento se da según el Derecho Canónico. En el catolicismo tradicional la relación pecador-Dios no es lo más importante. Está ahí, pero se queda en el trasfondo. En primer plano están las leyes canónicas. Por eso el sacerdote-juez tiene que hacer unas preguntas para determinar de qué tipo de pecado se está hablando, de acuerdo a Derecho. Y después dicta el castigo, la penitencia.
Pero en el sentido existencial de pecado el acto más bobo puede ser expresión de una ruptura con Dios. Por eso está quien miente (no muy grave, en términos legales), dice una mentira “blanca”, y tiempo más tarde siente gran remordimiento en su conciencia ante Dios.
De la misma manera, desde el punto de vista legal sólo se salvan los bautizados; el bautismo está ahí para poder cumplir con un requisito legal.
Si el moribundo no se confiesa con un sacerdote, no está perdonado. Le podría esperar el infierno. O también, podría ir a pasar mucho tiempo en el purgatorio. Estará como el que llega a la aduana sin los documentos legales para poder entrar. Y la estadía en el purgatorio se calcula en términos legales.
Y con el matrimonio… ni tan siquiera surge el aspecto humano del asunto. Lo que está en los evangelios sobre el matrimonio sólo se interpreta al modo conceptual, legal.
Ahí está la parábola de los trabajadores que fueron contratados tarde en el día y que recibieron la misma paga que los que estuvieron trabajando desde temprano en la mañana.
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El otro gemelo siamés que acompaña al catolicismo romántico es el carrierismo clerical, que fácilmente lleva al fariseísmo. Esto se manifiesta, también fácilmente, en la vanidad de la acepción de personas. “Acepción” quiere decir, distinguir entre los que se aceptan y los que no se aceptan, entre los que llenan los requisitos y los que no. Todos sabemos de esos católicos, curas, religiosos, monjas, y laicos también, que con su mirada y su trato demuestran aceptar a unos y no aceptar a otros.
No saben que Dios ama a los malos, como en los evangelios. Ni tampoco se acuerdan de que ellos también tienen la capacidad de ser grandes pecadores. No piensan que la maldad de uno mismo puede ir oculta, subyacente, presente, pero sin que lleguemos a reparar en ello.
No se dan cuenta de que el amor al prójimo en el cristiano implica ser amable aun con los que nos caen mal o que vemos como díscolos empedernidos que no entendemos.
Piensan que sólo merecen ser amados los que se portan bien, los que cumplen con los reglamentos. Que sólo los normales merecen amarse, los que no se desvían de la norma. Jesús nos dijo que eso no es así, en la parábola del hijo pródigo, por ejemplo.
De por sí, la acepción de personas no es mala; los maestros y los paneles de oposiciones, igual que los jueces, la practican. Pero entre cristianos, no debe darse, porque todos somos iguales en el pecado y en la salvación.
Por eso no deben haber “católicos de primera clase” y “católicos de segunda clase”.
No deben haber monseñores, cosa que el papa Francisco ya eliminó. SS Pablo Sexto en su momento, al final del Concilio, eliminó una buena cantidad de gradaciones entre los monseñores del Vaticano. Aquello de tener derecho a ribetes coloridos y a una capa especial pasó a la historia. El lector ya tiene la idea.
Una vez llevé a esta persona a la celebración del Domingo de Ramos en la catedral de Ponce. Cuando vio al obispo entrar con todas sus vestimentas, me dijo, “Parece que él ya está de carnaval”.
Nunca pude confirmar de lejos si los zapatos del aquel obispo llevaban hebillas de plata. Pero ciertamente vi que llevaba medias púrpuras. Años más tarde me encontré esas medias púrpuras mencionadas constantemente en la novela de Stendhal, El rojo y el negro.
El catolicismo romántico tiene más sentido en un mundo de campesinos y aristócratas. Y en la memoria nostálgica de algunos.
Todo lo anterior puede llevar fácilmente a ese tipo de personaje que le da más importancia a la institución, que a las personas.
De ahí nacen los cuentos de horror, por ejemplo, de los que sufrieron acoso estando en el Opus Dei, o de los monaguillos víctimas de curas perversos, los pedófilos. Se dio el absurdo de que el predicador papal hablase de la Iglesia perseguida a manos de los que denunciaban casos de tanto clérigo abusador. Todavía hay quien piensa así, le importa más la institución denunciada, que las víctimas de aquellos eclesiásticos de sexualidad enferma.
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El cristianismo despojado de los elementos del catolicismo tradicional también tiene sus vicios y peligros.
Pero el catolicismo posconciliar no lleva tan fácilmente a desvirtuar el cristianismo. Llevado a consciencia, el catolicismo posconciliar va preocupado por los valores del Evangelio. Lo que pueda surgir dentro de su práctica es consecuencia natural de la debilidad humana.
Por contraste, el catolicismo romántico, en su mejor expresión, no puede evitar los vicios apuntados. Y cuando aparecen los defectos naturales de nuestra condición humana, su reacción es legalista e institucional.
Quién sabe si SS Benedicto XVI pudo darse cuenta de esto y tuvo la humildad de seguir la inspiración del Espíritu Santo, cuando renunció.
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