La primera lectura, tomada del profeta Jeremías 31:7-9, es de tono optimista, por contraste con el anuncio de la Pasión que vimos en la primera lectura del domingo pasado. En este pasaje se anuncia la restauración del pueblo hebreo, “El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel”.
Anuncia que los hebreos vendrán desde todos los lugares de la tierra a congregarse y formar una nueva nación restaurada en que todos volverán alegres y consolados. “…los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano…. Efraín será mi primogénito”. En un entorno semi desértico, la imagen de torrentes de agua era muy evocadora. El camino llano es el que se puede transitar sin tanta fatiga.
Efraín fue nieto de Jacob, hijo de José, el que fue vendido por sus hermanos y luego se convirtió en el administrador del faraón. En la Biblia la tribu de Efraín a veces aparece como la de José y viceversa. Supuestamente, Jacob, en su lecho de muerte bendijo a Efraín primero, antes que a su hermano Manases. Igualmente, la tribu de Manases y la de Efraín aparecen intercambiadas o trastocadas en los textos, o nombradas como si fuese la misma tribu. Efraín tuvo un historial de infidelidad a Yahvé. Pero aquí el autor de este pasaje parece ignorarlo o, quién sabe, está diciendo que Efraín será el primero en convertirse y dejar sus antiguos vicios, igual que fue el primero en ser bendecido.
Aquí lo importante es ese tono de alegría, del final de las miserias del Cautiverio de los hebreos y la restauración del nuevo reino de Israel. Para nosotros esto es una imagen de la Jerusalén celestial, la Jerusalén futura anunciada en los evangelios.
El salmo responsorial o antifonal corresponde a diversos versículos del salmo 125. Se vuelve a repetir el tema del final del Cautiverio Babilonio: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión…”. Y se repite al final la misma imagen de la primera lectura, “Al ir, iba llorando…al volver, vuelve cantando…”.
La segunda lectura continúa el texto del domingo pasado, de la Carta a los Hebreos, ahora en el 5:1–6. Continúa el tema típico en esta carta, la del sacerdocio de Cristo. Él no se dio a sí mismo el título o dignidad de sumo sacerdote, sino que Dios lo llamó, igual que a Aarón. Todo sacerdote, nos dice el autor, está envuelto en debilidades y por eso comprende a los ignorantes y extraviados. A causa de esas debilidades el sumo sacerdote tiene que ofrecer sacrificios, por sus propios pecados y por los del pueblo. El autor cita el salmo 2 y el pasaje que lee, “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”. (Salmo 110:4; Génesis 14:18)
Como algo interesante, en Hebreos se cita a Melquisedec ocho veces, de la misma manera. También es interesante que diga que el sumo sacerdote también es pecador, en el contexto de estar hablando de Cristo como sumo sacerdote.
La tercera lectura sigue con la lectura continua del evangelio de San Marcos, en el capítulo 10:46–52. El pasaje narra la curación del ciego Bartimeo, a las afueras de Jericó. Jesús sale de la ciudad acompañado de sus discípulos y “bastante gente”. Bartimeo, que se sentaba a la orilla del camino a pedir limosna, grita y grita y grita para que Jesús lo escuche y le tenga compasión.
Quizás Bartimeo quería consuelo, no necesariamente esperaba recuperar la vista. Nadie le daba consuelo; lo regañaban para que se callara. Pero él seguía gritando. Era el grito de los enfermos y de los desamparados, de los “desarrapados”, de los que hablaba Paolo Freire e Iván Illych.
“Hijo de David…ten compasión de mí,” grita. En las profecías, la descendencia de David sería eterna, como eterno sería el reino davídico. Pero no fue así, la descendencia se extinguió, igual que el reino. Pero no podía ser que Dios se olvidase de su pueblo, imposible.
Hay quien dice que si el reino de Judá (al sur) hubiera desaparecido junto al reino del norte (Israel), la nación hebrea hubiese desaparecido de la historia. Pero no fue así. Judá sobrevivió porque no fue invadido, hasta que finalmente le tocó ir al cautiverio. De ese modo hubo tiempo suficiente para plantearse que Dios siempre velaba, ahora por los judíos. A la vuelta del cautiverio, los hebreos de Babilonia de origen judío (de Judá) eran más numerosos y por eso gestionaron con Ciro la restauración del templo de Jerusalén que ahora continuaría a ser el símbolo de unidad nacional. Antes, habían muchos y diversos templos a Yahvé entre los hebreos. Ahora sólo habría un templo.
Ahora vendría un nuevo enviado (el título que le pusieron a Ciro el persa, que autorizó la reconstrucción del templo) y el mesías resultaría ser descendiente de David.
Al llamarlo así, el ciego ya estaría proclamando a Jesús como el esperado. Nos lo podemos imaginar repitiendo como un mantra quejumbroso, “Hijo de David…ten compasión de mí”. Podemos decir que representa a todos los desafortunados en su miseria. “Dios no puede olvidarse de nosotros. El día llegará en que nuestra suerte cambiará”. Es el anhelo del pueblo de Israel, pueblo judío, pueblo hebreo, que vimos en la primera lectura.
Uno puede pensar que Jesús no vio al ciego, pero sí lo oyó. Probablemente iba en diálogo con los de su alrededor, en medio del grupo que caminaba adelante. Lo oyó y, en vez de ir al ciego, pidió que el ciego viniera a él. Y no se lo dijo directamente, sino que le mandó mensaje con los que estaban a su alrededor. Pareciera que el ciego no estaba cerca. ¿Sería que el gentío dificultaba moverse? Pero el ciego sí dio un salto para llegar a donde Jesús. Bastaba escuchar que lo llamaban para levantarse.
En aquella época ser ciego o impedido, era una señal de pecado. Tocar a alguien así equivalía a contaminarse. Quizás por eso Jesús lo trata de lejos. Y también, la figura del ciego sobre una manta, como lo describe el evangelista, recuerda la figura de Job, la del inocente que se ve como un pecador por los demás. De todos modos pedir, como lo hará Bartimeo, que se le cure la ceguera, era pedir que se demostrara que él no era pecador o que, Jesús tenía el poder de perdonar los pecados.
Bartimeo llega, y Jesús le pregunta qué quiere que haga por él. Con esto Jesús expresa que no sabe qué es lo quiere el ciego. Pareciera que su ceguera no era evidente, de lo contrario, ¿para qué preguntarle? ¿Sería que Jesús no lo veía, aunque lo tenía cerca, tal era el gentío?
Especular, sin otro fundamento en el texto, sobre lo que estaba pensando Jesús, es eso, especulación en el aire. De todos modos, en la tradición se ha interpretado esto como una manera de hacerle confesar al ciego su situación, aunque Jesús supiese de antemano la respuesta. ¿Por qué? El lector puede continuar esta reflexión, pero antes terminemos la de ahora.
“Maestro, que pueda ver,” le dice Bartimeo. Y Jesús, sin más, le dice, “Anda, tu fe te ha curado”.
En otra curación de un ciego, Jesús le untó en los ojos. Pero en esta ocasión fue suficiente tener fe, como en el otro caso del centurión a cuya casa un judío no podía entrar so pena de contaminación.
Este pasaje entonces estaría dentro de la familia de pasajes en que se subraya la importancia de la fe.
En la tradición también se ha visto en Bartimeo la condición de los que no entienden, no ven, lo que los cristianos llegan a ver. La fe nos abre los ojos.
Claro, está la fe que puede producir efectos psicosomáticos. Pero esa idea corresponde a la época de Freud, ni tan siquiera a nuestros tiempos. Como quiera que fuese, en tiempos de Jesús las cosas no se veían de ese modo. La consideración de los milagros de Jesús ha producido muchas publicaciones.
De la misma manera entre los primeros cristianos este pasaje fue entendido en el contexto del catecumenado. La manera con que fue entendido por el autor del evangelio y sus lectores inmediatos, eso es otra materia para los exégetas bíblicos.
“La salvación viene por la fe,” dirá San Pablo, igual que San Agustín. Jesús no pidió penitencia, ni hacer algo para ganar méritos. Sólo esperó a ver que la persona tenía fe.
Con San Pablo y San Agustín decimos: aun para tener esa fe tan grande necesitamos que Dios nos la de. Por nuestra cuenta no podemos generarla.
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