Dios ha hablado en la persona de su hijo. “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo,” nos dice el pasaje de la epístola a Tito en uno de los textos usados para la segunda lectura de hoy.
El Año Nuevo litúrgico comenzó el primer domingo de Adviento con el anuncio de los nuevos tiempos y el llamado al bautismo de conversión. La temporada litúrgica se cierra ahora con la revelación de la Salvación en la persona de Jesús al ser bautizado con agua y el Espíritu.
Dios nos habló desde el bautismo en el Jordán y esperamos su segunda llegada de nuevo, Dios de vuelta con nosotros. Con los primeros cristianos esperamos ese momento de gozo.
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Dios nos ha hablado a través de su revelación al pueblo hebreo, que llega a nosotros a través de su historia como pueblo, y a través de la Sagrada Escritura.
Con la muerte del rey Salomón, el reino que él heredó de David, su padre, se dividió en dos, el Reino del Norte (Israel) y Reino del Sur (Judá). Eventualmente los asirios y los babilonios lograron acabar con Israel y hacerlo desaparecer. Los judíos del sur consideraron que fue un milagro, que ellos no terminaran de la misma manera. Fue así que, cuando les llegó el turno a ellos, pudo quedar un “resto”, un grupo reducido que conservó las tradiciones de sus padres y el recuerdo del reino de David y el templo de Jerusalén como imagen representativa de la nacionalidad.
Entonces los babilonios fueron conquistados por los persas y éstos le permitieron a aquel “resto” poder volver y restaurar el templo y la nación, aunque con status de provincia del imperio. (Se me pueden corregir los detalles.)
En ese contexto de la desaparición de la nación y la permanencia de un grupo que conserva la identidad colectiva en términos de raza y de fe es que surge el anuncio de un salvador que llegará. Los cautivos serán liberados y los encadenados saldrán de las tinieblas de sus mazmorras a la luz del día. Será el día de Yahvé y todos serán felices.
Pero el sentido propio de ese nuevo reino de Dios, dirá Jesús, es el de la liberación del pecado y la iluminación del Espíritu Santo, el bautismo del Espíritu. Entonces vendrá la paz a los corazones y no habrá necesidad de estar peleando o de haber guerras. Vendrá esa época en que el león se acostará junto a la oveja y un niño guiará a los rebaños. Es como decir, los rebaños se guiarán solos, por la influencia de la iluminación divina, como la estrella de Belén.
Con la Fiesta del Bautismo del Señor celebramos este anuncio, esta revelación.
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Todos somos judíos en el sentido espiritual. Aunque una afirmación así puede producir controversia. En una ocasión en que el papa Juan 23 recibió una delegación judía en el Vaticano les dijo, “Yo soy José”. Aludía al momento en que José, hijo de Jacob (Israel) siendo administrador del faraón de Egipto le deja saber a sus hermanos quién es él.
Todos los hijos del Viejo Testamento, judíos, musulmanes, cristianos, somos hermanos en la fe. En ese mismo espíritu el papa Juan 23 también instituyó el Secretariado para la Unidad de los cristianos y unió la Iglesia romana a la celebración anual del Octavario de la Unidad, del 18 al 25 de enero.
Desde principios de siglo 20 comenzó la práctica de observar la semana que va de la fiesta de San Pedro (18 de enero) a la fiesta de la conversión de San Pablo (25 de enero) como la Semana de la Unidad entre los cristianos. El Vaticano nunca participó (hasta lo que sé), como tampoco participó con la organización del Concilio mundial de iglesias. El papa Juan cambió esto y logró la convocatoria del Concilio Vaticano Segundo como Concilio Ecuménico, en el sentido que incluyó la invitación a todas las iglesias, a todos los “hermanos separados”.
Fue precisamente cuando estaban preparando la lista de las invitaciones al Concilio que se supone que el asistente o cardenal que estaba con él le dijera, “Pero Santidad, ¿usted pretende invitar a esos herejes?” Y que entonces el papa Juan levantó la vista y le miró fijamente diciendo, “No son herejes. Son hermanos separados.”
Si han tenido un encuentro personal con Cristo, las diferencias teológicas no deben separarnos. Si todos somos cristianos, ¿cómo ha de haber odio y rechazo entre nosotros? Si todos somos espiritualmente judíos... Lo mismo deben decir los musulmanes.
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Con la Fiesta del Bautismo del Señor culmina el ciclo de Navidad según nuestro calendario litúrgico. El lunes comienza el Tiempo Ordinario, o tiempo ferial, según las disposiciones luego de las reformas que siguieron al Concilio Vaticano II.
En las iglesias orientales la Epifanía era, y es, la fiesta principal del ciclo navideño. En el cristianismo oriental se extendió la celebración hasta el día 2 de la Candelaria, es decir, el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Niño en el templo, para ser circuncidado.
En Puerto Rico se hablaba en tiempos pasados de la celebración de la octava de la Epifanía, seguido de “las octavitas” y luego “los octavones”, un invento regional para seguir “reyando”, es decir, seguir celebrando la fiesta de Reyes. En una sociedad agrícola esto era posible. Pero en la era de las fábricas y los escritorios, eso pasó al olvido. En todo caso el ir reyando queda como patrimonio de los jóvenes y en San Juan el ciclo se cierra con las fiestas de la calle San Sebastián alrededor del 20 de enero.
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Cuando uno quiere enfatizar algo, lo repite, digamos, tres veces. Así, “Santo, santo, santo es el Señor”. De la misma manera la Epifanía se desdobla en tres estampas: la Adoración de los Reyes Magos; el Bautismo en el Jordán; la revelación de Jesús en las bodas de Caná.
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