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Quinto domingo de cuaresma, ciclo C



La primera lectura para este domingo está tomada del profeta Isaías 43:16-21. Es la misma lectura que Juan Bautista recordará en su predicación, que oímos en Adviento: “Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo…”, dice el Señor.  
El pasaje de esta primera lectura también evoca lo que oiremos el próximo Domingo de Ramos, hasta las piedras cantarán las alabanzas de Dios, “me glorificarán las bestias del campo”; porque Dios realiza algo nuevo.
En el pasado Dios llevó a su pueblo por el desierto y lo rescató del faraón y luego de todos los peligros del camino, hasta que llegaron a la tierra prometida. Ahora, sin embargo, el pueblo ha sido arrastrado al Destierro y no se sabe dónde está Dios. El pueblo se descubre esclavizado, atrapado por el pecado.
Pues bien, anuncia Isaías, Dios ahora realiza algo nuevo. No hay que seguir pensando en el pasado, hay que mirar hacia el futuro. Será tan maravilloso lo que hace el Señor (abrirá caminos en el desierto, “ya está brotando, ¿no lo notáis?”) que hasta los animales del páramo le alabarán. 
Es que Dios llega como la lluvia, como el agua que baja por el cauce del río seco y termina con la sequía, “para apagar la sed de mi pueblo”. 
Es el mismo sentimiento de alivio que siente el pecador, que sentirá la adúltera del evangelio de hoy, al sentirse comprendida y perdonada.


El salmo responsorial evoca el mismo tema de la primera lectura. Dios cambia la desgracia en que puede haber caído el pueblo y lo llena de alegría. 

La segunda lectura es de la segunda carta del apóstol Pablo a los filipenses, 3:8-14. Dice el apóstol que todo lo considera una pérdida, que nada importa, excepto el haber conocido a Cristo y vivir en él, no por los méritos (una justicia) de una ley cumplida, sino por la fe en Jesús, “la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe”.
Lo importante, dice Pablo, es compartir con él sus padecimientos, “muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección”. Pablo quizás pensaba que él también sería crucificado. Pero también pudo haber estado pensando en el sentimiento de abandono de Dios que pudo haber experimentando Jesús en su muerte, lo mismo que el pueblo judío en el Destierro y Job en su soledad. 
Igual que Job, Pablo y los cristianos hemos encontrado en Cristo el camino para el encuentro con Dios, el camino en el desierto que menciona Isaías. 


La tercera lectura, el evangelio, interrumpe la lectura de San Lucas de los últimos domingos y nos presente el pasaje de la mujer sorprendida en adulterio, en Juan 8:1-11. El escenario abre con Jesús que pasó la noche en el huerto de los Olivos y ahora está en el templo sentado enseñando como un maestro de la ley.
Quizás para delatarlo como un falso maestro, llegan los letrados (escribas) y fariseos y le traen la mujer adúltera. Le preguntan qué hacer, ya que la ley de Moisés establecía que debía apedrearla hasta morir. 
Insisten en preguntarle y entonces Jesús les dice, “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”.
Todos se van poco a poco y entonces sólo queda la mujer ante él.
Nótese: la mujer, con el susto, pudo haberse ido también. Pero se quedó, porque reconocía su pecado. Para encontrarse con Jesús hay que reconocerse pecador, en necesidad de salvación, a diferencia de los fariseos.
Jesús entonces le libera del peso de su alma, de su conciencia de responsabilidad por su pecado: “…¿ninguno te condena?… Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.”

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¿No la condenó? 
¿Sería que Jesús estaba diciendo que él también era pecador y no podía tirar la primera piedra? 
Mejor sería pensar que estaba diciendo, igual que cualquiera de nosotros, “Yo soy humano y sé lo que es la tentación”.
Si uno tiene presente lo fácil que es caer en la tentación, no tendrá tanta prisa en juzgar a los demás. 

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De todos modos Jesús estaba planteando que no habría que aplicar la ley. Se podía interpretar la ley al modo “liberal”. 
¿Qué hubiera pasado si la mujer hubiera vuelto a pecar? Esto fue algo que preocupó a los primeros cristianos, cuando volvían a pecar después del bautismo. Por eso algunos esperaban al lecho de muerte para bautizarse.
Aquí nos puede ayudar San Pablo en la segunda lectura: “No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: sigo corriendo. Y aunque poseo el premio, porque Cristo Jesús me lo ha entregado…”

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¿Cómo es que uno entra en una vida de pecado? 
¿Cómo es que una mujer -y un hombre, también- se juntan en adulterio?

Este es el tipo de preguntas que se hacen los que miran este asunto desde afuera. Son como los que van en el autobús y ven a los que van caminando por la calle.
Pero Jesús nos dice que podemos ir en el autobús, o podemos estar en tierra firme, pero también podríamos andar a pie o estar allá afuera en medio de las olas del mar.
Más aún, Jesús pregunta si no habrá alguien en el público que jamás estuvo en la situación de la persona que ahora quieren juzgar, es decir, que no haya sido adúltero. O que no cometería adulterio, si tuviese la oportunidad, sobre todo si es una chica que le incita. Es como pensar qué haría uno si tuviese la oportunidad de mandarse a depositar unos millones de dólares en una cuenta sin que nadie se entere. 
La animosidad contra el pecador, contra la adúltera puede ser así una expresión de la envidia y el deseo de venganza que provoca la envidia. Que algunos logren lo que uno deseó y nunca pudo alcanzar puede producir resentimiento contra ellos y qué placer si se les puede castigar a nombre de la ley. Uno condena a una persona por hacer lo que uno quisiera haber podido hacer pero nunca tuvo la oportunidad de hacer, o que nunca tuve la valentía de atreverse a hacer.
De todos modos, los adúlteros son los menos. Los más son los otros. 

No es que hay tanto adúltero caminando por ahí. No es de pensar que en grupo ante Jesús todos habían cometido adulterio en algún momento. El escenario lo podemos evocar más bien así: un grupo de ideólogos religiosos, celosos por los postulados de la ley, promueven un frenesí de masa para matar aquella mujer. 
La mujer entonces sería como el chivo expiatorio que compensaría el sentimiento de culpa de muchos de ellos, que bien podría ser, no tenía que ver con el adulterio.
Los psicólogos nos dicen (pueden equivocarse) que el varón al nacer y crecer se descubre en una relación estrecha con su madre, una relación de extrema dependencia, algo natural. La manera con que se va dando esa relación en las etapas de crecimiento va formando la actitud que tendrá el varón hacia el sexo opuesto.
En la vida diaria la mujer puede tener un poder sobre el varón, como el de la madre (lo mismo puede decirse a la inversa, con respecto al padre). Según de sana haya sido la relación del varón con la madre, así será su respuesta a las seducciones de las mujeres en su vida. 
En esta especulación podemos añadir el ingrediente de la sociedad machista. En una situación de sometimiento de la mujer en todo, en que la mujer para los efectos es la sirvienta y la lavandera y la cocinera del marido, las esposas pueden usar su poder femenino para defenderse, y hasta vengarse. Por eso pueden hasta llegar a desquitarse con sus propios hijos, en la crianza, de manera inconsciente. 

Además de lo anterior, el matrimonio implica un tipo de vida distinto al de la soltería. Toma tiempo caer en cuenta de que uno ya no es soltero. Es la etapa en que la mujer, al descubrirse “atrapada” en el matrimonio, pueda necesitar confirmar que todavía es atractiva para otros hombres. Esto se da hasta en el caso de la recién parida, o hasta de las que han tenido varios hijos, y, claro, las que van entrando en mayoría de edad y que desean confirmar que todavía pueden atraer parejas. Lo mismo, claro, puede decirse de los varones. 

Recuerde el lector que esto no lo vemos “de afuera”. Estamos reflexionando sobre nosotros mismos. 

Volvamos la psicología del grupo. Condenar a la adúltera sería una manera de liberar el resentimiento por el poder de seducción que tiene la mujer sobre el varón. La mujer es la Eva que lleva al hombre a desobedecer a Dios. Como dijo Adán, “no fui yo, fue ella”. Con esa mentalidad es que el Vaticano se ha preocupado más por sus curas, que por las mujeres que se quedaron atrás, a veces con una progenie. 


Pero eso es ver el asunto en abstracto. ¿Todos los del grupo ante Jesús sentían lo mismo? Tiene más sentido pensar que estaban allí por el frenesí desatado por los líderes fanáticos. Tiene más sentido pensar que la mayoría no quería matarla, porque el gozar matando a otro en un proceso lento no es algo natural. Estaban allí por la presión del grupo, como los nazis. 
Y los líderes fanáticos practicaban el chantaje emocional, ideológico. Así es como los liberales le preparan el camino a los extremistas que les obligan por ese chantaje de posturas públicas.
Y quién sabe si en el grupo había más de un “novelero”, los curiosos. 
Jesús desinfló ese frenesí y así le quitó la autoridad a los líderes fanáticos. Ahí vemos el poder del pensamiento. Por eso la multitud fue desapareciendo, “comenzando por los más viejos” (por ser más sabios, no por ser adúlteros) y los líderes se quedaron solos y ellos también se fueron. No se fueron porque hayan sido adúlteros ellos también, sino porque se quedaron solos. 
No había que ser adúltero. Bastaba reconocer que todos podían serlo, en algún momento. Y caer en cuenta de que para el adulterio se necesitan dos. Y en aquella sociedad en que la mujer estaba tan sometida a los hombres, el hombre tenía más poder de resistir a las incitaciones de una mujer, que a la inversa. 

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Otra cosa es la definición de pecado. Aquí, pecado es delito, tiene una definición legal. Pecado aquí es violación de ley. Y, como con las leyes del gobierno, a uno le puede resultar indiferente si uno viola la ley. Puede que uno ni siquiera se entere. 
Para Jesús “pecado” es otra cosa. Es actuar y vivir como si Dios no existiera, como si existiendo le importara poco. Porque darle tanta importancia a la ley es no acordarse de Dios.



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