Primera Lectura
Za 12,10-11;13,1. El profeta Zacarías en esta lectura anuncia los tiempos en que Jerusalén y sus habitantes pasarán por una terrible prueba. Pero en vez de producirse resentimiento y encono, ocurrirá que Dios derramará “un espíritu de gracia y de clemencia”. Esto puede querer decir que el pueblo se convertirá y reconocerá su pecado, reconocerá que ellos mismos fueron los causantes de su propia desgracia. “Me mirarán a mí, a quien traspasaron,” dice.
En la tradición esa línea se ha interpretado como una de las profecías mesiánicas.
En el contexto original para mí, que no soy experto, el sentido no está claro. Puede que el profeta se refiere a sí mismo. Habría que saber sobre la historia de su vida.
Aquel día se alumbrará un manantial contra pecados e impurezas, dice. Podría significar que Dios derramará un agua (en sentido figurativo) que limpiará al pueblo, lo renovará.
Pero también se puede interpretar en el sentido evangélico de una profecía mesiánica: vendrá el día en que el Mesías traerá el agua purificadora.
Aquí tenemos el género literario de la profecía bordeando ya el género apocalíptico, el de la predicción de los últimos tiempos. El problema con este género literario es que es… demasiado “genérico”. Por eso se presta para más de una interpretación.
En el género apocalíptico se puede anunciar que “habrá llanto, peligros, una desgracia”. Pero eso es como decir, “lloverá”. Tarde que temprano, sí, lloverá. Y vendrá un terremoto. Y también, un gran huracán, porque se sabe que todos los años los huracanes amenazan y entran en el área del Caribe. Tales pronunciamientos, vemos, no tienen carácter especial. En aquella época se sabía que Jerusalén estaba bajo amenaza constante de ataque.
Eso no quita que con la tradición cristiana también nosotros le demos un sentido cristiano y piadoso a sus palabras como revelación de Dios.
Pero siempre hay que estar conscientes de que en el fondo no sabemos. Creemos que una desgracia terrible podría ser castigo de Dios por el pecado; pero también Cristo mismo nos dijo que no necesariamente hay que pensar eso. (Lucas 13,12)
En un naufragio unos salvan y otros mueren. ¿Cómo saber si fue casualidad o intervención divina? Por fe podemos creer que sí, que fue resultado de la mano de Dios. Uno con una fe que se vive y no es ciega también piensa críticamente y sabe que es imposible saber lo que Dios piensa.
Salmo responsorial
Sal 62,2.3-4.5-6.8-9. En los versículos de este salmo declaramos todo lo que Dios significa para nosotros. “Mi carne tiene ansia de ti,” dice; porque “Tu gracia vale más que la vida”; luego termina, “porque fuiste mi auxilio y a las sombras de tus alas canto con júbilo”.
Segunda Lectura
Ga 3,26-29. Con este pasaje continúa la lectura de la carta a los Gálatas según la venimos leyendo en estos domingos.
Por la fe en Cristo Jesús todos somos salvos, nos dice San Pablo. Por el bautismo hemos sido incorporados a Cristo y nos hemos revestido de Cristo. Por eso ya no hay distinción entre judíos y gentiles (no judíos), porque todos somos uno en Cristo. Todos descendemos de Abrahán y somos todos herederos de la promesa de Dios a Israel, en el sentido espiritual.
Cuando uno lee pasajes como éste, no se entiende cómo es posible que todavía hoy día haya cristianos –hasta clérigos– que sean antisemitas.
De la misma manera, si todos somos descendientes de Abrahán, entonces somos hermanos de los musulmanes, que también son descendientes del patriarca.
Tercera Lectura
Lc 9,18-24. Como en el caso de la segunda lectura, el evangelio continúa siendo una lectura continua de San Lucas en estos domingos. Luego del episodio de la mujer y los fariseos que vimos el domingo pasado, Lucas nos lleva a Jesús que está retirado en oración con los discípulos.
Recordemos este contexto que quizás pudo estar en la mente de Lucas al hilvanar los episodios. Jesús se presenta como uno que anuncia el perdón de los pecados, el perdón de Dios (y la condena de Dios), cosa que hicieron los profetas.
“¿Quién dice la gente que soy yo?”, les pregunta. Unos dicen que es Juan Bautista, otros que Elías reaparecido, o alguno de los antiguos profetas. Él entonces les pregunta qué dicen ellos de él. Pedro se adelanta y le dice, “El Mesías de Dios”.
Jesús les prohibe terminantemente decírselo a nadie.
Entonces añade que el Hijo del Hombre tendría que padecer, ser rechazado por los líderes del pueblo, que sería ejecutado y que a los tres días resucitaría.
Luego se dirige a todos; dice el texto que les dijo, “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz…, y se venga conmigo”. Porque el que pierda su vida por mi causa, añade, en realidad salvará su propia vida.
Este versículo sobre negarse a sí mismo y cargar la cruz, nos dicen los que saben, parece estar puesto aquí, intercalado, igual que en los otros evangelios. Está fuera de secuencia, digamos.
Vemos aquí que Jesús no dice, “Yo soy el Mesías”, el enviado de Dios, el Ungido, el descendiente de la dinastía de David que Dios prometió que nunca se extinguiría. (Salmo 88,39)
Pedro es el que lo designa Mesías, quizás expresando lo que pensaban unos cuantos otros (sabe Dios cuántos).
Jesús entonces le dice “Shhh. No se lo digan a nadie”.
Uno preferiría pensar que no está diciendo como los locos, “Yo soy Dios (Napoleón), pero no se lo digan a nadie”.
Tiene más sentido entender que dice, “Tú me llamas Mesías, pero eso no es lo que yo pretendo ser. No riegues esa idea por ahí, por favor”.
Luego, pareciera que la idea de que era el Mesías se regó, sí. Había algo especial en él. Se le reconocía el don de los profetas, el de anunciar el perdón de Dios. Con él muchos recobraban la esperanza y le veían sentido a la vida, al punto que los cojos andaban, los ciegos veían, hasta los muertos se levantaban y, como él mismo dijo, “A todos se les anuncia la Buena Noticia del Reino de Dios”. (Lucas 7,22)
Luego de su muerte se regó la noticia de que había resucitado y que se le apareció a la Magdalena y a los apóstoles y discípulos. Fue entonces que se les abrieron los ojos (Lucas 24,31) y cayeron en cuenta de todo al ver las Escrituras desde otra perspectiva.
En el pasaje del evangelio de hoy, luego de exhortar a Pedro y los demás a que no propagaran eso de que él era el Mesías, de inmediato comienza a hablar del Hijo del Hombre y lo que le sucedería al Hijo del Hombre. Es posible que esa secuencia la puso Lucas.
No necesariamente estaba hablando de sí mismo, en el contexto original. Es como decir, “Cuando venga el que va a poner todo en orden…”, que no necesariamente se refiere al que está hablando.
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Cuando los evangelistas hilvanaron las anécdotas y los dichos de Jesús que tuvieron a la mano, tomaron decisiones de cómo organizar el material, cada uno por separado. Esto es lo que pensamos cuando comparamos un mismo pasaje relatado en los diferentes evangelios.
Imagínese usted. Usted es un converso de las primeras décadas del cristianismo. Escucha muchas anécdotas y cosas que Jesús dijo. Se dispone a coleccionar todo y prepararlo a modo de catecismo. Sólo que no se sabe exactamente en qué punto de su vida Jesús dijo, hizo, esto y lo otro.
Podemos decir que ni los evangelistas, ni nosotros, ni los mismos primerísimos cristianos, podríamos ubicar cada anécdota, cada pronunciamiento de Jesús, dentro del hilo temporal de su vida, excepto de una manera aproximada a partir de conjeturas.
Es que, por ejemplo, la “confesión de Pedro” y el anuncio de la Pasión podrían corresponder a la etapa final del ministerio de Jesús, mientras que el pasaje de la tercera lectura, del evangelio del domingo pasado, podría corresponder a los inicios de su ministerio, cuando todavía estaba “de buenas” con los fariseos.
Nos dicen los que saben que los evangelistas no se muestran preocupados por una narración biográfica de “los hechos de Jesús”. La perspectiva histórica no era tan importante para ellos. Era más importante el enfoque evangelizador, el de la presentación de la figura de Jesús en su identidad como… Mesías.
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