La primera lectura de hoy corresponde a Isaías 58,7-10. «Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne,» nos dice. Con esto último se refiere a «no cierres tu corazón a tu semejante», según las notas al calce de la Biblia de Jerusalén.
Hay muchos cristianos que se preocupan más por identificar herejes, y que en la misa la gente adore la hostia antes de comulgar, que en preocuparse por los pobres y menesterosos.
El contexto del pasaje de Isaías es la situación de los judíos en el cautiverio babilonio. Se lamentaban de cómo Dios los había podido abandonar así. Isaías entonces les señala: cumplían sólo con las apariencias y las formalidades, pero no llevaban la bondad en el corazón.
En las tinieblas brilla como una luz
el que es justo, clemente y compasivo.
Dichoso el que se apiada y presta,
y administra rectamente sus asuntos.
La segunda lectura está tomada de 1 Corintios 2,1-5. San Pablo le dice a los feligreses: «mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios».
De esa manera San Pablo expresa la humildad del cristiano. Lo importante no es que uno brille ante los demás, o que sea un correcto cristiano.
La tercera lectura, el evangelio de hoy, está tomado del evangelio de San Mateo 5,13-16. «Vosotros sois la sal de la tierra,» le dice Jesús a sus discípulos. También les dice, «Vosotros sois la luz del mundo.…Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo».
Los cristianos no han de conocerse por su vestimenta, ni por sus medallas y crucifijos. Han de llamar la atención por sus buenas obras. Esas buenas obras consisten en lo propuesto en la primera lectura: dar de comer al hambriento y vestir al desnudo, hospedar a los que no tienen techo y sentir simpatía hacia todos los necesitados.
Comentario.
Aun para mí resulta difícil aceptar que el cristiano tiene una obligación hacia los inmigrantes. Uno piensa que vienen a quitarle empleos a los puertorriqueños, o que terminarán en puestos de poder y autoridad para despreciar a los puertorriqueños. Es cosa terrible, que te desprecien en tu propio país.
Ahí entra la consideración sobre la primera lectura, el pasaje de Isaías. «No te cierres a tu propia carne», no cierres tu corazón a tu semejante. Los extraños no son extraterrestres. Son hermanos y si somos cristianos, hemos de verlos con ojos de cristiano.
Aun si no se comportan ellos como gente decente, eso no es excusa para no verlos con ojos de cristiano. Aun si los que vemos vienen vestidos de una manera distinta, con gestos y ademanes distintos, con palabras y frases diferentes. No importa; no vienen de otro planeta. Son nuestros hermanos.
Si están necesitados, hemos de socorrerlos. Si no amamos al que vemos, cómo vamos a amar a Dios que no vemos, decía San Juan (I Juan 4,20).
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