La primera lectura de hoy está tomada del Libro de de la Sabiduría 12,13.16-19. Es un texto en tono de alabanza a Dios. Dios es la fuerza absoluta y suprema y no tiene que rendirle cuentas a nadie. Pero precisamente por eso, puede ser magnánimo y comprensivo con nosotros, los humanos. Nos dice la lectura, «como eres dueño absoluto de tu fuerza, juzgas con serenidad y nos gobiernas con gran indulgencia, porque con sólo quererlo puedes ejercer tu poder. Al obrar así, tú enseñaste a tu pueblo».
El salmo responsorial responde a la primera lectura con versículos del salmo 86(85),5-6.9-10.15-16a. En la misma línea de esa primera lectura alabamos a Dios y le pedimos que sea compasivo. «Tú, Señor, eres bueno e indulgente, rico en misericordia con aquellos que te invocan: ¡atiende, Señor, a mi plegaria, escucha la voz de mi súplica!»
La segunda lectura de hoy continúa la lectura de la carta de San Pablo a los Romanos capítulo 8,26-27. El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, nos dice San Pablo. Dios tiene interés en nuestra salvación y por eso él mismo como Espíritu invade nuestro propio espíritu e intercede por nosotros.
El evangelio de hoy continúa la lectura de San Mateo, en el capítulo 13,24-43, en el mismo punto donde se quedó el domingo pasado. Jesús le habla a sus seguidores en parábolas y la lectura de hoy sigue directamente después de haber presentado la parábola del sembrador y las semillas que cayeron por todas partes. Ahora, en la continuación, tenemos una referencia más directa al contexto del fin de los tiempos.
Esa semilla que se esparció por todas partes ahora crece junto a otros matojos y yerbajos, junto a la cizaña o los brotes de la mala semilla lanzada por todas partes, pero por el Enemigo. Los trabajadores de la hacienda van a donde el hacendado. «¿Como es que ahora hay cizaña, si lo que sembramos fue trigo?», le preguntan. Entonces el hacendado les dice que dejen crecer el trigo junto a la cizaña, que al momento de la cosecha ya podrán arrancar la cizaña más fácilmente.
Tradicionalmente esto constituye una explicación para el mal en el mundo. No es que Dios siembra el mal, sino que eso lo hace el Maligno, el Enemigo. Pero en su momento, al final de los tiempos, los ángeles de Dios vendrán y arrancarán a los malos y los arrojarán al fuego para que se consuman.
Esto ha dado pie para pensar que existe el infierno, donde los malos sufren el fuego por toda la eternidad. Pero esto no necesariamente es así. Normalmente lo que se tira al fuego se quema totalmente y desaparece y lo que queda es materia muerta. No es que las almas de los malos sufrirán el fuego por toda la eternidad. Ya, si son almas, el fuego no puede afectarles, no pueden sufrir. Pero así no era como pensaban Jesús y sus oyentes.
«He venido para que tengan vida,» dice Jesús en varias ocasiones. Probablemente el presupuesto era que los malos desaparecerían como un tizón quemado. Los buenos resucitarían para seguir disfrutando de las cosas buenas de este mundo. El mismo Jesús compartió y comió con los discípulos después de haber resucitado. Los buenos resucitarán para la vida eterna.
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