Lo que nos une es Jesús y esto se da expresamente en el amor.
El que ama, no pretende imponer sus criterios al otro.
El que ama, respeta al otro con sus ideas y en su libertad. Respeta al otro en su dignidad. La dignidad del otro se expresa concretamente en la libertad para decir lo que piensa, pensar lo que se le ocurra, creer como lo entienda.
Porque la unidad de los hermanos no se da en la unidad de las creencias. No se da en la unidad férrea de proponer las mismas definiciones. No se da en la sumisión a una autoridad común.
Los lazos de unidad entre los hermanos son los lazos del amor. Amar al otro no tiene que ver con lo que el otro cree. Tampoco tiene que ver con lo que el otro hace, o deja de hacer. Amar al otro es querer su persona y querer su persona es querer su bien. Eso no tiene que ver con sus posiciones doctrinales.
El amor que nos anima como cristianos es el que proviene del Padre, que nos ama a todos, sin distinción de personas.
«Que todos sean uno,» dijo Jesús. Por eso, «amaos los unos a los otros». Y también: «En esto los conocerán, en que tendrán amor unos por otros». (Ver Juan 17,21-23.) Así lo subrayó el apóstol Juan: «No amemos de palabra, ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Juan 3,18).
La unidad entre los hermanos entonces se expresa en la comunidad orante. Por eso la mejor expresión de la unidad ecuménica entre las iglesias es la reunión en que todos vienen a orar en comunidad.
Y en esa oración comunitaria, que incluirá otros elementos de la manera de orar en la Iglesia desde tiempos apostólicos, deberá estar también la oración que el mismo Señor nos enseñó, el Padrenuestro. En segundo lugar, será conveniente alguna modalidad de la oración eucarística que sea aceptable a todos, ya que los cristianos hemos practicado la Cena del Señor desde los primeros tiempos. Que todos seamos uno, al compartir el pan.
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