El tema de este domingo es el amor de Dios con nosotros
La primera lectura continúa la lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 10,25-26.34-35.44-48. El trasfondo del pasaje de la primera lectura de hoy es el siguiente. Un centurión del ejército romano es un hombre bueno y temeroso de Dios, que da limosna a los necesitados y está atento a ser justo; se llama Cornelio. Un ángel se le aparece y le dice que mande a buscar a Pedro para conocerlo.
Cornelio (Hechos 10,1) vivía en Cesarea y pertenecía a la cohorte itálica, según nos indica el texto. Sabemos que Cesarea fue la capital de la Palestina romana, la sede administrativa de la ocupación romana. Estaba al sur de Galilea, era una ciudad costera. Así, el escenario de la primera lectura de hoy es dentro de la base militar romana, en casa de un esbirro del imperio, por así decir. Para los judíos religiosos y patriotas eso de ir allí era incurrir en impureza y colaborar con el enemigo.
Le lectura de hoy comienza cuando Pedro llega a casa de Cornelio, que le sale al encuentro y se inclina ante él como si fuera una divinidad. Pedro lo corrige y le dice, «Soy un hombre como tú». Nos imaginamos que se formó un grupo entre la familia y los allegados a Cornelio. Pedro entonces les predica el evangelio, otro caso que nos da a conocer la predicación original de los apóstoles.
Pedro también les dice: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.» Y siguió hablándoles de Jesús y de cómo después de resucitar permaneció con ellos, los apóstoles y discípulos, por cuarenta días (lo que conmemoramos en este tiempo de Pascua).
Mientras Pedro está hablando sobreviene un Pentecostés, el tercero del que tenemos noticia. Pero esta vez es la venida del Espíritu Santo sobre un grupo de gentiles. Se cumple lo que Pedro estaba diciendo: Dios no hace distinción (acepción) de personas. Por eso Pedro dice, «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?» Y los manda a bautizar.
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1- Vemos que hay tres narraciones de Pentecostés en el Nuevo Testamento:
- Juan 20,22 – La tarde del domingo de resurrección se les aparece Jesús en medio de ellos y les sopla diciendo, «Recibid el Espíritu Santo».
- Hechos 2,1-4 – Estando reunidos el día de Pentecostés, hay un ruido enorme y un fuerte viento y aparecen unas lenguas de fuego que se posa sobre cada uno de ellos.
- Hechos 10,44 – El llamado «Pentecostés de los gentiles», en la primera lectura de hoy.
2- Por alguna razón, ni Pedro, ni los apóstoles bautizan; en esto me dejo llevar de la nota al calce de la Biblia de Jerusalén a Hechos 10,48.
Podemos conjeturar que los primeros cristianos prestaron más atención al bautismo del Espíritu, que al bautismo del agua. El bautismo del agua era una señal de arrepentimiento de la vida pasada y propósito de cambiar de vida en el futuro. El bautismo del Espíritu implicaba ser poseído por el Espíritu, a la manera con que el mismo Jesús lo recibió en el Jordán en su propio bautismo.
Jesús nunca bautizó por su parte. Para ser cristiano, ser su discípulo, lo importante es la fe que llega a nosotros por la Palabra (como lo vimos en la segunda lectura y el evangelio del domingo pasado), algo que no puede darse sin la intervención del Espíritu.
3- Cornelio el centurión no es un pagano cualquiera. Es una figura importante que ahora ha recibido el Espíritu.
Tener contacto con los paganos, entrar a casa de un pagano, todo eso para un judío era caer en impureza, contaminarse. Pero ahora Dios está dejando claro que es Dios universal de toda la humanidad, no sólo de los judíos. Que su amor es para todos los humanos y para toda la creación.
De esta manera es que ahora Israel puede ser luz de las naciones.
El salmo responsorial canta versículos del salmo 97,1.2-3ab.3cd-4. Cantamos en reacción a la primera lectura, expresamos nuestra alegría, porque vemos cómo Dios está con nosotros. «El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia,» cantamos.
La segunda lectura corresponde a la Primera Carta de Juan 4,7-10. «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios,» nos dice. Ser cristiano implica amar como Dios mismo ama. Y Dios ama a «buenos» y «malos». Si Dios nos ama, cómo no vamos a responder a eso. «Amor con amor se paga,» decía Santa Teresita del Niño Jesús. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.» Ahí está el meollo de nuestra fe.
El evangelio continúa la lectura del evangelio de Juan 15,9-17. Como apuntado, lo fundamental de nuestra fe es este amor del Padre que se manifiesta en la persona de Jesús. Es lo que dice Jesús en el pasaje de hoy: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor». Y más adelante, «Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado».
Finalmente Jesús reitera: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».
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Nótese: en los domingos anteriores Jesús nos dijo que somos su rebaño, y somos los sarmientos, participando de la savia de su amor. «Por sus frutos los conoceréis,» recordamos el domingo pasado. Si Dios es amor y estamos entroncados con la vid, que es Jesús, estamos entroncados al amor.
Por tanto, los frutos que naturalmente producimos en cuanto cristianos han de ser, naturalmente, frutos de amor. Así se reconoce la obra del Espíritu en nosotros.
El amor que busca dominar e imponer su criterio no es amor, es deseo de poder. El amor dialoga, no discute.
De la misma manera, el amor anda siempre con la verdad en la mano. Hablar con doble sentido como hacen los diplomáticos, sobre todo con intención de imponer su voluntad, no es expresión de amor. No es cosa de cristianos. Es lo que es condenable en tantos grupos que se dicen cristianos, católicos y no católicos.
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En nuestros días nos encontramos lejos de lo que fue la mentalidad de la Iglesia católica hace cien años atrás. Aquello fue una iglesia «militante», en pie de guerra contra la modernidad. Ahora tenemos la serenidad de entender mejor el evangelio de hoy, y el mensaje de Pascua, y del evangelio como tal: Dios nos ama y nos toca a nosotros amarnos con todos.
Hace cien años –1920, digamos– la Iglesia romana era una iglesia que había sido asediada y castigada por el oleaje de la modernidad, o el laicismo, o «secularismo» en una traducción literal del inglés. La Revolución Francesa de 1789 desmanteló el poder de las aristocracias.
La iglesia echó su suerte con los aristócratas en vías de desaparición y buscó el modo de responder al nuevo orden de cosas. Fue curioso, que el poder del catolicismo radicó entonces en los estratos populares, en el pueblo llano.
Napoleón, por ejemplo, pudo abolir el Sacro Imperio alemán; pero no pudo con el papado, con el Vaticano. Después de una década de perseguir el clero y buscar la manera de crear una especie de iglesia nacional francesa según el modelo anglicano, tiró la toalla y firmó un acuerdo con el Vaticano, reconociendo de nuevo los derechos del catolicismo.
Algo parecido sucedió en otros casos a lo largo del siglo diecinueve y veinte. En Alemania Bismarck, otro líder formidable, no pudo contra la oposición de los católicos, a pesar de sus esfuerzos extraordinarios. Es lo que también podemos decir de la Polonia católica y otros países y territorios de Europa del Este bajo el comunismo.
Es lo mismo que hemos visto en Estados Unidos y Puerto Rico y en otras partes del mundo, en que los evangélicos fundamentalistas constituyen un bloque político temible.
Ya en el siglo 20 el teólogo Reinhold Niebuhr lo identificó: el deseo de poder es cosa del diablo. Ese fue el error del Vaticano del siglo 19 y la primera mitad del siglo 20: estar metido en los juegos de poder, en la lucha por el poder, en el deseo de determinar la dirección de la ingeniería social de nuestro tiempo. Eso es lo que el Concilio Vaticano II comenzó a desmantelar.
Por eso es que el Vaticano de ahora es otra cosa. La orientación doctrinal y apologética no es tan evangélica, ni cristiana, como la orientación pastoral.Forjarán arados de sus espadas,
profetizó Isaías.
Eso es lo que nos enseña el evangelio de hoy y las lecturas de este tiempo de Pascua. Ser cristiano no tiene que ver con el deseo de mandar. El amor nunca se interesa por mandar, mucho menos buscará esclavizar o subyugar al otro. El amor verdadero, como el que nos enseña Jesús, es el del Padre. El amor, si es amor, respeta la libertad del otro, respeta al otro en su dignidad.
Por nuestra cuenta no podemos. Pero sí podemos, por la fuerza del Espíritu Santo.
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