El tema de este domingo es la pesca milagrosa.
En el evangelio de hoy pareciera que Jesús le pide prestado el bote a Simón Pedro para poder predicarle a la multitud desde un punto que todos lo vieran. Es posible que esa fue la primera vez que se conocieron. Al terminar la predicación Jesús le pide a Pedro que salgan a pescar y Pedro se resiste, pero al final accede con un "Ya que tú lo dices…" --como con escepticismo. Cuando se da el milagro de la inmensa pesca entonces Pedro se arrodilla y se confiesa pecador. Los estudiosos señalan que esto también es ya una confesión de reconocer en Jesús alguien especial, como una manifestación de Dios mismo. La Biblia de Jerusalén remite a Éxodo 33,20.
Desde toda la eternidad Dios escogió a los apóstoles, igual que nos escogió a cada uno de nosotros para invitarnos a la fe y al Reino. La invitación de Dios es a todos, a todo el género humano. No es que alguien es mejor que otro. Todos hemos sido llamados para ser su amigo y permitirle que camine con nosotros, igual que nosotros podamos caminar con él.
Antes del Concilio Vaticano II pensábamos que algunos, como los apóstoles, estaban llamados a una vocación más excelente que otros. En aquellos tiempos cometíamos el error de pensar que unos cristianos son más cristianos que otros sólo por pertenecer a la vida religiosa. Se pensaba que habían rangos entre los cristianos, una tradición de los tiempos medievales cuando la sociedad estaba dividida en jerarquías.
Entre los cristianos no hay rangos al momento de hablar de la vocación de cada uno. Si estamos llamados a la fe, es para entrar al Reino y para tener parte en el Reino. Este llamado es causa de alegría y por eso vemos la misión y la predicación como algo natural a lo que todos estamos llamados. El Concilio Vaticano II lo planteó en términos de nuestro bautismo.
Como dijo Jesús, hemos de ser servidores y no amos. Es lo que nos enseñó en el episodio cuando le lavó los pies a Pedro.
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