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Domingo 5º de cuaresma, Ciclo C

 


El evangelio de hoy narra el episodio en que le traen a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio. 

Al final de estos apuntes pongo remisiones a mis apuntes de años anteriores que versan más directamente sobre las lecturas de hoy y sobre la ubicación de este tema dentro del ciclo litúrgico de la cuaresma.

Ahora le propongo al lector volver a reflexionar sobre la rebeldía de los tradicionalistas en todas las iglesias, no sólo dentro del catolicismo romano. Es que en el evangelio de hoy encontramos a los fariseos, a quienes Jesús condenó sin ambages. Los tradicionalistas son como los fariseos, que se sienten en posesión de la verdad y están apasionadamente ciegos a la posibilidad de que puedan estar equivocados. Por eso el diálogo con ellos es imposible. Para invitarlos a la conversión es necesario tratarlos como Jesús trató a los fariseos, ya.

En días pasados cayó en mis manos la edición de la revista Commonweal de marzo del 2022, con un artículo sobre los tradicionalistas en que se menciona un ensayo del papa Francisco de los tiempos cuando era Jorge Bergoglio en Argentina. El artículo en cuestión (Corrupción y pecado) puede verse en varios sitios de la Internet y fue publicado en forma de panfleto por Ediciones Claretianas. Ahí entendemos cómo fue que Jesús tuvo la actitud que tuvo hacia los fariseos. 

Papa Francisco establece una distinción entre pecado y corrupción, que aplica claramente a los tradicionalistas. El pecador puede ser receptivo a la transformación de vida que pasa por el arrepentimiento, como vimos el domingo pasado en el caso del hijo pródigo. Pero el corrupto no ve su pecado, como los fariseos del evangelio de hoy. 

Por eso el corrupto no ve la necesidad de arrepentimiento y cambio de vida: porque está ciego a su pecado. Los corruptos, mientras les va bien, elaboran todo tipo de explicaciones para sentirse justificados y para sentirse que ellos son los que saben y los que lo están haciendo bien. Sólo cuando llega el FBI para allanar sus oficinas es que se les abren los ojos. Ese es el problema de los tradicionalistas, también.

Dios no se cansa de ofrecer perdón a los pecadores y está más que dispuesto a recibirlos de nuevo en el seno del rebaño de los escogidos. Pero el corrupto lleva el corazón endurecido por su corrupción. Para que el corrupto pueda abrirse a la misericordia de Dios tiene que primero reconocerse pecador. Pero ahí está el problema. El cristiano corrupto por sus ideas, por las ideas que toma como ídolos en sustitución de la experiencia de la fe, le resultará poco menos que imposible caer en cuenta de su error. 

Los católicos tradicionalistas están tan obsesionados por el hecho de que ellos son los que saben (al punto que saben más que las enseñanzas del Concilio Vaticano II, o que las enseñanzas del papa), que les resultará dificilísimo reconocer su enconchamiento. Las justificaciones de la propia equivocación forman, segregan un carapacho de explicaciones falsas. Para salir a buscar la misericordia divina hay que primero reconocer la posibilidad (al menos) de estar equivocados. Por eso es que resulta imposible dialogar con los tradicionalistas, o con los políticos «realistas». Ellos se sienten en posesión de la verdad y no es posible dialogar con alguien que se cree tener la verdad, ya de partida. 

Eso es lo que se ha confirmado en los diálogos constantes con los tradicionalistas, desde hace décadas. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

El verdadero cristiano practica el pensamiento crítico. Se da cuenta que la vivencia de la fe no consiste en vestirse así o asao; que vivir la fe no consiste en afirmar unas verdades, ni consiste principalmente en practicar unas devociones; tampoco consiste en adherirse a una institución humana. El verdadero cristiano sabe que las devociones y las prácticas devocionales y la institución humana de la iglesia (cualquier iglesia) son medios; no son fines por sí mismos; que la fe es asunto del corazón que se traduce al amor incondicional al prójimo; que lo planteado por Jesús en los evangelios no fue condenar el aborto (por ejemplo), sino echar a un lado la hipocresía y amar con sinceridad. Y cuando uno ama, uno reconoce el milagro de que uno no puede amar por cuenta propia. El amor entre nosotros los humanos, como en el testimonio del amor de la comunidad cristiana, sólo es posible por la acción del Espíritu en nosotros y entre nosotros. 

Hay una especie de mala fe diabólica cuando un buen grupo de los obispos de los Estados Unidos dirige sus esfuerzos a celebrar congresos eucarísticos dentro de los carriles más tradicionalistas, en el momento en que papa Francisco busca facilitar la acción del Espíritu en la Iglesia mediante sínodos diocesanos. Los congresos eucarísticos se remontan a los tiempos del fascismo europeo, cuando la Iglesia buscaba hacer también demostración de fuerzas multitudinarias frente a enemigos muy peligrosos. Hacer congresos eucarísticos es como exigirle al sastre que le ponga al pantalón bolsillos para el reloj de cebolla y ojales para la leontina.

Invito al lector a conocer mejor las ideas y conceptos de las propuestas pastorales del Concilio Vaticano mediante mi publicación, Vaticano II, Conceptos y supuestos. Igual, invito al lector a conocer mi publicación sobre la teología eucarística en mi otra publicación, Celebraciones comunitarias. (Oprimir sobre los títulos para ir a los enlaces.)


Aparte de lo anterior, invito al lector a ver mis apuntes sobre las lecturas de este domingo del año 2016 y 2019.


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