A mediados del siglo 20 el teólogo Reinhold Niebuhr propuso en un ensayo la reflexión de cómo Dios se hizo humano como un niño débil e impotente, indefenso, vulnerable. Siendo Dios pudo venir al modo descrito de la Segunda Venida: montado sobre las nubes con poder y majestad. Pero no lo hizo así. Dios optó nacer en un pesebre.
Dios en Jesús se hizo diálogo con nosotros. Lo hizo presentándose débil. Lo hizo presentándose igual que el común de nosotros, hombres y mujeres incapaces de ser héroes titánicos. No solamente somos débiles, tampoco entendemos bien esta realidad en que habitamos. Dios vino a compartir y a departir con nosotros sobre el mismo plano de nuestra realidad.
Al dialogar uno deja de creerse o presentarse con la verdad en la mano. Uno suprime lo que uno sabe, o cree saber, y baja al terreno de la posibilidad de que uno no entienda al otro y que es necesario captar la verdad del otro. Dios quiso manifestarse y hablarnos de esa manera; quiso que le descubriéramos y le siguiéramos de manera espontánea. No quiso imponernos la verdad, ni quiso que le siguiéramos a las malas.
Pensando en esto uno se da cuenta del error de los misioneros europeos que salieron a evangelizar a los habitantes de los otros continentes. Fue el error de no ir al encuentro de las otras etnias y culturas en el mundo con un ánimo de intercambio y diálogo, de verdad. En cierto modo fue una ceguera que ahora, siglos después, vemos que es parte significativa del mal en el mundo. Es la ceguera no ver más allá de nuestros propios prejuicios y de nuestros propios apasionamientos.
Para los misioneros de otro tiempo, igual que para los fundamentalistas y los ultra conservadores de todas las denominaciones de todas las religiones, la verdad religiosa sólo puede revestirse con unos atributos específicos. Es como pensar que el hábito hace al monje.
Para los misioneros cristianos la verdad del cristianismo tendría que estar revestida de la forma cultural europea. No entendieron que toda verdad universal se concretiza siempre de una manera específica. El color verde puro no existe; siempre encontraremos tonos diversos de verde. La verdad eterna y suprema de Dios también se concretiza entre nosotros en tonos de perfección, en tonos de expresión.
Ser mensajeros del evangelio implica anunciar a Jesús como él mismo se presentó. No es asunto de asumir autoritarismo, ni arrogancia. Eso es lo que hacían los fariseos. Es asunto de dialogar. Somos testigos de este Niño Jesús que es Dios con nosotros. Busquemos la inspiración del Espíritu; seamos dóciles a la acción del Espíritu con nosotros.
Contemplemos ese milagro de la encarnación: Dios encarnado, Dios humano al momento de nacer como un niño mocoso y cagado. Dios no despreció esto. Si se encarnó, es porque lo apreció tanto como lo apreció la Virgen, igual que todas las madres que aman a sus bebés, por más mocosos que se vean.
Dios no despreció como poca cosa nuestra vida, sino que consideró que vale la pena vivir al modo humano. En Jesús, Dios dialoga con nosotros hasta el día de hoy. El mundo no es despreciable; merece amarse. Dios no dice, «Mira qué guiñapo de humano eres; mira qué mujer más confundida; mira qué vil pecador…». Dios dice: acércate, cuéntame, yo también he sido débil como tú y he necesitado una madre y un padre que me sostuvieran en mi vida oculta en Nazaret.
Al momento, miremos al niño acostado en las pajas malolientes de un pesebre, de un establo con el olor de los orines y la mierda de los animales. Allí entre la mula y el buey, yace en las pajas «Dios con nosotros».
Como dijo Luis Ferré, «La verdad no grita, la razón convence». Pero no se trata de la razón matemática, sino de la razón del corazón, la que descubrió Pascal. «En el cielo, el movimiento de las estrellas; en mi interior, la verdad que la inteligencia no comprende», como él dijo la noche de su conversión en un puente de París.
Invito a ver mis apuntes de Navidad 2019. Recordar que mis apuntes sólo proponen posibles interpretaciones, posibles modos de ver los temas del cristianismo. Se presentan en ánimo de diálogo y no de verdades que pesan como un templo.
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