(Imagen de Annette Jones, www.pixabay.com) |
Que uno sea feliz a costa del sufrimiento de otro es algo que no tiene sentido. Es lo que podemos decir de israelitas y palestinos. La felicidad de los israelitas no puede darse al precio del horror de la guerra contra los palestinos. Ni tampoco la felicidad de los palestinos puede ser el resultado del terrorismo contra los israelitas. Así no puede ser.
Alguien podría decir que la violencia israelita está justificada en la Biblia. La historia que se narra en la Biblia es una de extrema violencia, como las guerras contra los filisteos en lo que hoy día es Gaza, junto a las demás acciones bélicas contra los demás habitantes cananeos de la región. Sólo un pueblo podía ser «el pueblo escogido» y los demás pueblos no merecían respeto.
Entonces los israelitas fueron conquistados por los asirios y los babilonios, que los dispersaron al exilio. Entonces por boca de los profetas entendieron mejor el asunto. Igual que el alfarero descarta una masa de barro que se estropea y entonces comienza de nuevo, así también Dios anuló el pacto con Israel para decretar un nuevo pacto, una nueva alianza (Jeremías 18,6). Ahora Dios no trata con el pueblo, sino con cada uno por separado. Antes Dios trató a los hebreos como pueblo y ahora los trata como individuos. La Nueva Alianza es la del corazón de cada uno (Jeremías 31,31). La Biblia de Jerusalén (en la nota al calce a ese versículo de Jeremías) indica esto que aquí presento, la propuesta de la Nueva Alianza, ya desde tiempos del Cautiverio en Babilonia y aun antes de la vuelta a Judea para la reconstrucción de lo que se conoce como «el segundo templo». Si vamos a ver, en aquel contexto ya era imposible hablar en términos de Israel como pueblo escogido para dominar a las naciones.
Esto es lo que vino a recordar Jesús, que observar la Ley es amar la justicia y amar al prójimo, algo que ya llevamos en nuestros corazones. Los cristianos, al profundizar en las enseñanzas de Jesús vieron que esa nueva alianza se ofrece a todo el mundo, independientemente de su nacionalidad, por el bautismo de agua y del Espíritu. La consecuencia es el amor al prójimo en que se descubre a «Dios con nosotros».
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Claro, una cosa es la teoría y otra, la práctica. Es fácil amar la humanidad; pero qué difícil es amar al incordio. Es difícil negociar con uno que llega a la mesa pistola en mano. Lograr el amor al prójimo nos refiere al arte de convivir con los demás, con los pies en tierra.
En Gaza se nota la dificultad. Es buscar acuerdo entre personas que conservan rencores profundos, tanto judíos y musulmanes, como fanáticos religiosos de todos los colores. Qué tragedia cuando esos rencores también se dan entre los mismos cristianos. Qué difícil es el ecumenismo.
La conversión de vida es asunto personal de cada uno. Uno no puede ser responsable de las decisiones de otros, pero uno es responsable de las propias decisiones. «La caridad comienza por casa.» Qué tal extender una mano amiga al vecino, para empezar. Para el que no sabe amar no puede haber Navidad. Una cosa es sentir amor y otra, buscar cómo practicarlo. Dios dice, «Ayúdate, que yo te ayudaré».
¿Es que vamos a pasar por alto las injusticias? Uno puede amar al prójimo y a la misma vez afirmar la necesidad de justicia. Esa es la idea de la democracia: la convivencia civilizada entre los que saben que no hay justicia perfecta. Es dialogar con respeto al otro y al reclamo de justicia.
En Navidad celebramos que Dios nos ama como somos. Eso tiene como consecuencia el amor al prójimo, que expresamos con regalos, en la convivencia y en las cenas. A Dios no le vemos, pero al prójimo lo vemos y por eso el amor a Dios se encuentra en el amor al prójimo con todo lo complicado que eso es.
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