La primera lectura para este domingo está tomada del libro del profeta Miqueas 5:1-4. Una vez más, como en los domingos anteriores anuncia la próxima aparición del que ha de venir, que saldrá de la pequeña aldea de Belén. “Su origen es desde lo antiguo.” Será el pastor de Israel y la fuerza del Señor estará con él. Reinará la paz, “…hasta los confines de la tierra, y ése será nuestra paz”. Gracias a él vendrá el reino de la paz.
En el contexto litúrgico, como apuntado, esta lectura anuncia la llegada del Mesías, que nacerá en Belén. En el contexto de la Escritura, puede apuntar al trasfondo sobre el que se da el tema de la paz en los evangelios.
El rey David vino de ahí, de Belén, y esto es como decir que el pastor de Israel que vendrá y pondrá las cosas en su sitio continuará la dinastía real. El reino de Dios estará presidido por un descendiente de David
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El salmo responsorial para este domingo es del salmo 79, versículos 2 y siguientes, salteados. Invoca a Dios, protector del pueblo hebreo, “…Despierta tu poder y ven a salvarnos”. Es el tema del Adviento: ven, Señor, no tardes. Ven a visitarnos.
Termina pidiendo que venga el “hombre que tú fortaleciste”, que venga protegido por Dios, para que todos tengamos vida. “Danos vida, para que invoquemos tu nombre,” dice.
Esto a su vez nos recuerda el tema de la resurrección y la vida, que anuncia Jesús, que vino a anunciar un Dios de vivos, que vino a traer vida y vida en abundancia. Con Jesús Dios viene al encuentro de vivos, no de muertos (salmos 115 y 88).
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La segunda lectura de este domingo está tomada de la Epístola a los Hebreos, 10:5-10. Cuando Cristo entró al mundo, vino para terminar con los sacrificios de becerros y toros, cosa que Dios no aceptaba. “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo,” dice. Recuerda el salmo 40:7. Pero Dios le dio un cuerpo para sacrificarlo a él. Por tanto, Cristo ofreció su voluntad al Padre y de esa manera terminó siendo sacrificado en la cruz. Pero el énfasis del autor de Hebreos está en el sacrificio que Dios quiere: someterse a su voluntad.
Dios no quiere nuestros animales sobre la leña y el fuego de los altares, ni tampoco quiere que le presentemos nuestros sacrificios, como el ayuno y la abstinencia, los azotes de madrugada de algunos monjes y los cilicios en los muslos de algunos laicos devotos. Dios no quiere la muerte del pecador, ni la muerte de Cristo. Dios no exigió la muerte en cruz.
El sacrificio redentor de Cristo no fue el sufrimiento físico, sino hacer la voluntad del Padre. La voluntad del Padre fue la salvación del género humano, que le conocieron a través del espejo de Cristo, en su mansedumbre y en su exhortación al amor y la consideración entre nosotros.
Así, Jesús es el ejemplo supremo a seguir: el sacrificio de nuestra voluntad a sus designios. Detrás de él está María, dándonos el ejemplo de sometimiento a la voluntad del Padre, sin necesariamente comprender del todo sus designios.
De esa manera es que Dios nos visitará trayéndonos el reino de la paz.
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El evangelio de hoy, la tercera lectura, está dedicado a la narración de la visita de la Virgen a su prima Santa Isabel, en el evangelio de San Lucas, capítulo 1, versículos 39 al 45. “¡Dichosa tú, que has creído!” dice la prima. Tuvo más mérito la Virgen por haber creído, que por haber sido la madre del Salvador, dirá luego San Agustín.
Supongamos que María no hubiese sido mansa, con la mansedumbre del Salvador, y se hubiese negado a aceptar el anuncio del ángel. Dios hubiese buscado otra. Dios pudo haber elegido a cualquier mujer y cualquier mujer hubiera podido ser la madre del Salvador.
La maternidad de la Virgen no se dio por mérito propio, sino porque Dios la predestinó desde toda la eternidad y obró en ella para que fuera efectivamente la madre del Mesías. Eso no se dio por esfuerzo alguno de parte de ella. A la misma vez, ella es el modelo de nuestra propia predestinación. Ni tan siquiera se nos puede ocurrir la inquietud de la fe si Dios así no lo dispone.
Ella fue predestinada, pero eso no anuló su personalidad. El “sí” de su aceptación a lo que le anunció el ángel, eso sólo ella pudo darlo. Dios no podía predestinarla a dar el sí, es decir, ella fue dueña de aceptar, o rechazar. Por eso tuvo más mérito por su fe, que por su maternidad, o por su virginidad.
En ese sentido es que también podemos decir que ser madre o padre, eso no es distintivo de alguien en particular. Nadie nos va a montar un monumento por ser padre o madre. Tampoco alguien va a erigir un monumento por solamente hacer lo que se suponía que uno hiciera como una persona normal. Uno reconoce la singularidad de alguien que, frente lo que le puede llevar en una dirección, escoge ir por otra ruta que también se le presenta y que no es la que el común de los mortales adoptaría.
El sacrificio de María es análogo al sacrificio que Jesús presentó al Padre, como lo es nuestro sacrificio en relación con Jesús. Sustitúyase la palabra “sacrificio” por “sacerdocio”. El sacerdocio de María es análogo al sacerdocio de Jesús, lo mismo que nuestro sacerdocio en relación con Jesús.
Someternos a la voluntad de Dios, mientras estamos atentos a los signos de los tiempos, a la revelación de los designios de Dios, ese es nuestro sacrificio y nuestro sacerdocio.
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Imagínese usted que se le aparece un ángel y le dice que su mujer va a tener al Hijo del Altísimo. Nos podemos imaginar lo que pasó por la mente de San José. Y nos podemos imaginar lo que pasó por la mente de María mientras iba de camino a visitar a su prima Santa Isabel. Es la misma situación en que estuvieron los apóstoles frente a Jesús. Es lo mismo que Jesús frente a su propia conciencia como Hijo de Dios.
Imagínese usted que alguien le dice, “Soy el Hijo de Dios, el Mesías, pero no se lo digas a nadie”. Así también la Virgen cuando escuchó que quedaría grávida, encinta, al ser cubierta por la nube de Yahvé, de la misma manera que en el desierto Moisés y los hebreos vieron a Dios como una nube que iba delante de ellos.
Y entonces pasa el tiempo, las semanas y semanas (el 25 de marzo celebramos el anuncio del ángel, saque usted la cuenta) y María ve que le crece el vientre. Podemos rezar con ella, mirar con ella, tener la fe de ella. Es la fe fundamental, la que no va ciega por los dogmas en la cabeza o por ideas preconcebidas. Es la que mira y se maravilla. Es la que, para maravillarse, duda y contempla.
Por eso, en la tradición se venera en Adviento la advocación de la “Virgen de la O”, la Virgen encinta. Los padres del décimo concilio de Toledo (656) instituyeron la fiesta que se llamó muy pronto de la Expectación del Parto, y que debía celebrarse ocho días antes de la solemnidad natalicia de nuestro Redentor, o sea el 18 de diciembre. (Datos del sitio Mercaba.org) Santa Teresita del Niño de Jesús tuvo una particular devoción por esta invocación, toda vez que se encontró que tenía siempre en su mesita de noche una figurita de esta Virgen.
Se le conoce como “Virgen de la O” por las antífonas “O” de las vísperas de las ferias de Adviento en la octava del 17 de diciembre en adelante, que precede la fiesta del día 25. Cada tarde en la vísperas la antífona del canto evangélico del Magnificat se da una exclamación de esperanza en la venida final del Señor: Oh Sabiduría, Oh Llave de David, y así sucesivamente. La Virgen de la O también se le conoce como Nuestra Señora de la Esperanza. En Sevilla hay varias cofradías a su nombre.
Ya en su espera para el parto María contemplaba y guardaba estas cosas en su corazón.
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