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Fiesta de Navidad



Por falta de tiempo no atiendo las lecturas de las tres misas de Navidad: medianoche, aurora, la principal del día.

La celebración del nacimiento de Jesús se supone que haya sido el resultado de la cristianización de las saturnalias, las celebraciones en torno al 21 de diciembre, cuando se da el solsticio de invierno. Esta es la noche más larga del año. Los días se han hecho cada vez más cortos hasta llegar a este punto. A partir de este momento los días se irán alargando hasta el 21 de marzo, el equinoccio de primavera, cuando la duración de la noche y el día será igual. Esa fecha sería como el amanecer del año solar.
 El 21 de diciembre es como decir, la medianoche del año solar. Al otro extremo está el mediodía del año solar, el día más largo del año, el solsticio de verano, el 21 de junio. Ese día se celebra el nacimiento de San Juan Bautista, que supuestamente nació seis meses antes que el Salvador.
Se celebraba el solsticio de invierno como una manera de celebrar el Año Nuevo, a la manera con que el nuevo día comienza a la medianoche. Por eso era la fiesta del Sol Naciente, que los cristianos, según nos llega esta noticia, convirtieron en la fiesta de Cristo, nuestro Sol Naciente. No fue sino en el siglo 12 después de Cristo que San Francisco hizo el primer pesebre y se siguió enfatizando la figura del Niño Jesús.
El Niño Jesús bebé puede verse como un símbolo de la llegada del sol que iluminará nuestra vida que comienza y ahora está en pañales. Es el comienzo de un nuevo día.
Desde el pesebre de San Francisco para acá la celebración del Nacimiento ha estimulado la imaginación al punto que muchos niños luego de adultos siempre recuerdan sus primeras navidades asociadas al templo y el pesebre.
Claro, eso también ya está desapareciendo. Al desmitificar la fiesta como en los párrafos anteriores ya no es posible verla con los mismos ojos ingenuos. Pero no somos los estudiosos los que nos la han desmitificado, sino la sociedad. Los niños están más pendientes del celular que de sus mismos padres. En un ensayo futuro espero reflexionar sobre eso.

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Alegría, alegría

La Navidad hoy día parece haber recuperado el sentido original romano de las Saturnalias. Es una época de alegría legítima, de banquetes y buena comida. Consideramos que es un momento especial para hacer gastos que de otra manera no haríamos: buenos turrones, buenos embutidos, buenos quesos. Algunas tradiciones incluyen mantequilla holandesa y danesa; higos de la Palestina; así sucesivamente. Los más pobres no comprarán productos tan caros, pero siempre buscarán algo especial para celebrar.
Al buen comer se le añade el buen beber. Se descorchan buenos vinos y se destapan licores, brandy, anís, coñac, champán. En Puerto Rico circula mucho ron, cerveza, aguardiente (Colombia), pitrinche (ron casero); así sucesivamente. 
A eso también se añade el buen vestir. Mi antepasado Carlos Altieri en la hacienda de Santa Rita con los Pietri en Yauco le escribía a sus hermanos que por esta época le regalaban una camisa y un cigarro, que se consideraban lo que hoy llamamos “un fringe benefit”. Como sabemos, hoy las tiendas se llenan de personas comprando ropa, zapatos, todo tipo de prendas. Y también tantas otras cosas que se compran para intercambiar como regalos. 
Nuestras reuniones de familia, nuestras fiestas de oficina, nuestras parrandas por los calles, los bailes de época, no necesariamente son unas bacanales. Pueden ser unos eventos bastante civilizados.
Pero tampoco se dan a conciencia del sentido cristiano de la época. Las decoraciones con todo tipo de embelecos en su mayor parte no refieren al nacimiento del Niño Dios. Tales decoraciones aparecen hasta en los países asiáticos donde incluso algunos se visten de Santa “Cló”. Difícilmente japoneses, chinos y coreanos celebran por ser una sociedad cristiana. Acá, pensaría que la mayoría está alegre por la misma razón que ellos, porque es una ocasión para pasarla bien. El motivo de la alegría es la fiesta misma.
Por tanto, son pocos los que celebran la Navidad con su sentido original: la alegría de la salvación. 
Los cristianos nos sentimos alegres porque Jesús es nuestro salvador personal. Ahí está la meditación de esta temporada: Jesús llega a nosotros de una manera personal.

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Las tres misas tradicionales
En la tradición antes de Vaticano Segundo, cada sacerdote “decía” tres misas para la fiesta de Navidad. Generalmente decía la misa de medianoche y no bien terminaba, de inmediato bajaba las gradas y comenzaba la segunda misa. La tercera se decía al otro día por la mañana.
Esta tradición continúa, y tenemos hasta cuatro misas: la misa vespertina (la de la tarde el día 24, que como los fariseos legalistas “contamos” como válida para el precepto), más las tres tradicionales, la de medianoche, la de la aurora, y la del día 25.  Pensaría que ya los presbíteros no están obligados a presidir tres celebraciones más o menos corridas, sino que hay libertad para aplicar el principio según cada región y parroquia y lugar. Probablemente las tres misas sólo se dan en los monasterios.
La reforma litúrgica luego del Concilio Vaticano Segundo recuperó el sentido original de estas celebraciones. Los primeros cristianos, como lo mencionan San Agustín y otros, dedicaban las vigilias en reuniones para cantar, rezar, escuchar la lectura de las Escrituras y escuchar las homilías o explicaciones de los textos a la luz de la fe cristiana.
Recordemos que no habían relojes exactos como los nuestros y por eso la medianoche podía ser en cualquier momento una vez que se pusiera el sol. La aurora podía ser cualquier momento en que comenzase a clarear, desde los primeros cantos de los gallos.

En la Edad Media surgió la tradición de aquella costumbre de las vigilias de las grandes solemnidades, las que se repitieron a través del año en diversas regiones y según las diversas fechas y devociones. Así, hasta hubo una cuaresma dedicada al arcángel San Miguel, que menciona San Francisco. Es posible que por ahí surgió la costumbre, particularmente en los monasterios, de “decir” o “cantar” las tres misas. 
Con la reforma litúrgica, desde finales de siglo 19 fuimos cayendo en cuenta que la distinción entre “misas cantadas” y “misas rezadas” no es que fuese incorrecta, sencillamente no venía al caso. No daba en el blanco, no representaba la realidad de lo que es la misa, la celebración eucarística, el culto de comunión. Por eso hubo que cambiar nuestra manera de hablar de la misa. 
La misa no es algo que “hace” el presbítero “celebrante”. Esto, porque la misa no es una oración privada, sino que es oración pública de la Iglesia. Por eso la misa tiene un sentido comunitario intrínseco. Es oración de la Iglesia, de la comunidad de fe en que todos son sacerdotes celebrando y ofreciendo la eucaristía. El “celebrante” es la comunidad; el presbítero es el que preside.
Ese es el sentido sacerdotal del “Amén” que dan los fieles al final de la recitación del “Canon”, o anáfora eucarística. Se da cuando el que preside lo que todos están celebrando recita la doxología o alabanza final de la anáfora eucarística con “Por él, con él, en él…” y los cristianos reunidos ejercen su participación en el sacerdocio único de Cristo al confirmar toda la anáfora con el “Amén”. 
En la tradición cristiana “eucaristía” se refería a la misa; no al pan o la hostia. La realidad eucarística era la acción de la comunidad en la celebración común que incluía las canciones, la oración pública de súplica y alabanza, las lecturas, los comentarios sobre las lecturas y así sucesivamente. A su vez, para referirse al pan o a la hostia los cristianos hablaban del “cuerpo místico” para designar la presencia real de Cristo con el pan. 
Al perderse el uso del latín, se perdió también el sentido comunitario de la celebración comunitaria. Se perdió la dimensión de oración pública, de celebración pública. Se transformó en una longaniza de oraciones y recitaciones que a menudo los mismos sacerdotes y monjes no entendían, porque su conocimiento del latín era como el de muchos que sólo saben inglés a medias.
Para finales de la Edad Media se consumó el proceso. Al frente, los “sacerdotes” murmurando palabras incomprensibles, campanillas, incienso…acá, en el piso, el pueblo, de pie, cada uno en su mundo. Cuando llegó la Reforma Protestante, hasta se prohibió la lectura de la Biblia en latín a los clérigos; se prohibió la novedad de predicar en el templo (se podía, pero afuera); así sucesivamente. Hasta comienzos del siglo 20 era pecado (venial) leer la Biblia por su cuenta. En cuanto a predicar no hubo más remedio que admitirlo con los jesuitas y se introdujo una medida protestante, qué remedio, la de los bancos en las iglesias. 
Todavía en el siglo 20 en las misas “cantadas” se daba el absurdo de un diácono cantando el Himno de Pascua o la epístola del día de cara a una pared. ¿Se imagina lo que veía el pueblo? Un personaje ataviado de ropa extraña cantando algo que suena bonito, místico, de cara a la pared.
El ritual no era supersticioso, pero claramente podía llevar a la superstición, tanto en los curas, como en los fieles. Todavía los que defienden la misa tridentina o misa en latín tradicional dicen que les parece más mística y que el canto gregoriano les eleva el espíritu. Ven la misa como una devoción privada y lo que sienten y lo que rezan no tiene que ver con lo que los cristianos originales entendieron por celebración eucarística. Ni tiene que ver con las invitaciones a comer que Jesús comparte en los evangelios, ni con las representaciones de las celebraciones eucarísticas en las catacumbas y en las iglesias del cristianismo primitivo.
Sobre ese trasfondo es que a los católicos se les hace difícil una relación horizontal con el prójimo, por su obsesión con la relación vertical con Dios. Es algo también cultural y por eso a los hermanos protestantes también se les hace difícil. Al papa Francisco se le hace difícil promover la preocupación por los pobres como consecuencia natural de ser un cristiano.

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Cuando estudiaba en Roma, visitaba la tumba del papa Juan 23 en la cripta de San Pedro, que por entonces ni tan siquiera estaba significada en un lugar aparte. Siempre rezaba, “Señor, sácanos del hoyo, papa Juan, reza por nosotros”. Pareciera que por fin se está dando el milagro con el papa Francisco. Y se está descubriendo la corrupción y podredumbre que ha habido en la curia del Vaticano. Para vergüenza nuestra, cardenales y monseñores españoles e hispanoamericanos han tenido que ver bastante en lo que ha sucedido en las últimas décadas de finales de siglo 20 y comienzos del siglo 21. Al menos ha venido un papa latinoamericano para salvar el honor, por así decir.
Recuerdo la sorpresa que tuve cuando, leyendo la publicación de los diarios del papa Roncalli, éste a su vez mostraba sorpresa de que hubiesen miembros de la curia que no le obedecieran y se le enfrentaran en sus decisiones y órdenes. Luego, en las postrimerías de la vida del papa Juan Pablo 2°, se vio claramente un contraste marcado entre lo que decía el papa y lo que salía en los documentos de la curia. 
Algunos parece que llevaron su “santa intransigencia”, que aprendieron bajo el régimen franquista, a verdaderos extremos. No supieron interpretar aquello de ser inocentes como palomas, pero astutos como serpientes. No es que hubiesen sido obtusos y rígidos con sus principios; es que también no tuvieron escrúpulos en ser inmorales. 
Como decía un amigo que hoy es obispo, sobre la conducta sexual de los sacerdotes, cuando nadie se imaginaba la monstruosidad de los sacerdotes pedófilos, “En asuntos de dogma, no se puede ceder. Del sexo, bueno, uno se puede hacer la vista larga”. A esto podemos añadir: hay más preocupación por denunciar asuntos de sexo y desviaciones del dogma, que de la administración del dinero. 
Nadie sabe de las finanzas de las parroquias y de las diócesis. Y fácilmente pueden recaudar fondos para los pobres, los enfermos y necesitados, y luego usarlos para su beneficio personal. Eso fue lo que hizo el cardenal Bertone desde su puesto. Sin contar las otras inmoralidades que cometió Bertone al manipular a la prensa para perjudicar a personas de la curia con quienes tuvo roces. Bertone, como otros tradicionalistas, entendió “inmoral” en torno a sexo y aborto y eutanasia. Pero no hubo problemas con apropiarse de dinero destinado a las obras de caridad. Eso no era inmoral para él. Tuvo la desfachatez de porfiar con el papa, según reportado, cuando se le confrontó con la evidencia.
Nuestro encuentro con Cristo no es al modo de la ley y las obligaciones religiosas, a la manera de los fariseos. Es un encuentro que obliga, como obliga la consideración entre amigos y el amor entre parejas. Ciertas cosas los caballeros pueden pensarlas, pero ciertamente del dicho al hecho hay un trecho, cuando hay sentido de decencia.


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