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Domingo 2º de Adviento, Ciclo B


 

El tema de este domingo es el llamado a prepararle el camino al Señor.

La primera lectura está tomada del profeta Isaías 40,1-5.9-11. El profeta anuncia la restauración del reino de Israel que vendrá a consecuencia de la llegada del Señor. «Consolad a mi pueblo,» dice. «Preparadle un camino al Señor,» que ya llega. 

«Se revelará la gloria del Señor»; por eso, «Súbete a un monte elevado heraldo de Sión…di a las ciudades de Judá…’Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda’…Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne [el rebaño, las ovejas dispersas de Israel], toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres».

En el evangelio de hoy encontraremos a Juan, haciendo la labor de ser el heraldo de Sión, anunciando la llegada inminente del Señor. 

Llegará Jesús como el Buen Pastor, a rescatar las ovejas dispersas y perdidas para establecer un reino, el reino de Dios.

Con el salmo responsorial cantamos los versos del salmo 84,9ab-10.11-12.13-14. Cantamos:

Voy a escuchar lo que dice el Señor:

«Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.»

La salvación está ya cerca de sus fieles,

y la gloria habitará en nuestra tierra. 


La segunda lectura está tomada de la segunda carta de San Pedro, 3,8-14. Parece hablarnos a nosotros también, igual que a los hermanos de su tiempo. Pasa el tiempo y no llegan los tiempos de la promesa. La salvación está cerca, según escuchamos en labios del mismo Jesús; la salvación ya ha llegado; «Yo soy la salvación», nos dijo Jesús. 

Pero, como los discípulos de Emaús, nos cuesta reconocer lo que ha sucedido y saber esperar lo que sucederá. Dice Pedro en esta segunda lectura de hoy: «No perdáis de vista una cosa: para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos.» 

Entonces Pedro continúa, «Lo que ocurre es que [Dios] tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan.» El día esperado tarda, porque Dios está siendo benigno y dando la oportunidad para la conversión. 

Entre tanto nosotros esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. La lectura de Pedro termina así, «Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables.»


El evangelio de hoy es del comienzo del evangelio de San Marcos 1,1-8. «Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios,» nos dice. Comienza la lectura y el anuncio de la Buena Noticia, la Gran Noticia, el Anuncio Feliz. Ya pronto terminará este mundo de injusticias y de hambre y de necesidades. Ya llega el día en que no habrá más preocupaciones. 

Llega el tiempo que anticipó y anunció el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. Una voz grita en el desierto: 'Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.’»

El mensajero es Juan, que bautiza en el Jordán. La gente acude a él, confiesan sus pecados y entonces Juan los bautiza. Juan iba vestido de piel de camello y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre. La piel de camello parece haber sido el uniforme, o el distintivo, de algunos de los profetas, como vemos en Zacarías 13,4. 

«Detrás de mí viene el que puede más que yo,» anuncia Juan. Entonces dice, «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.» 

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Podemos pensar en varias cosas al meditar este evangelio.

Lo más importante: la conversión de corazón.

No podemos llegar a tener derecho a nuestra salvación, porque Dios no es alguien con debilidades que se deja persuadir por nuestras buenas obras.

No podemos comprar a Dios. Dios es totalmente soberano. Hace lo que le parece. Para eso es Dios.

Los cristianos no han sido los primeros en hacerse estas preguntas y tener estas inquietudes. Ya el pueblo judío pasó por esto. ¿Cómo es que Yahvé permitió el gran desastre nacional cuando la nación israelita desapareció al ser invadida por los asirios, los babilonios y finalmente los romanos?

¿No es que los judíos son el pueblo predilecto de Dios? ¿Cómo es que los nazis los llevaron a los campos de concentración para exterminarlos como basura que hay que quemar en el basurero?

¿Con qué derecho uno va a decir que Dios es injusto?

¿Con qué derecho uno va a invocar a Dios y exigirle que venga en nuestra ayuda?

«Vuélvete a nosotros, por amor a tus siervos,» invoca Isaías (63,17) en la primera lectura del domingo pasado. Invocamos a Dios que venga en nuestro socorro, que nos rescate, «por amor de su heredad». Su heredad somos nosotros y si es cierto que nos ama, le pedimos que no se acuerde de nuestras culpas, sino que se acuerde de que nos amó desde el principio y por eso nos creó. 

Dios nos contesta por boca del profeta en la primera lectura de hoy: «Consolad a mi pueblo,» preparad el camino, que ya vengo, ya llego. 


Dios no pide sacrificios de animales, ni sacrificios personales. Dios no pide que dejemos de comer carne en viernes de cuaresma. Uno puede comer langosta (como hicieron unos amigos muchos años atrás) y estar cumpliendo con la abstinencia del Viernes Santo. Dios no pide eso. Por boca del profeta y del salmista nos dice que quiere más bien un corazón contrito, es decir, que Dios sólo pide la conversión de vida.

La conversión de vida implica seguir criterios que no son paganos. 

La conversión es la manera nuestra de allanarle el camino a Dios.

Lutero decía que no somos capaces de hacer el bien por cuenta propia. Los teólogos católicos concurrieron, necesitamos el socorro divino para la conversión del corazón. 

Pero de nuestra parte también está –algo que es también necesario– disponernos, orientarnos, ser receptivos. En ese sentido María, la Virgen Madre de Dios, ella es nuestro modelo. Ella fue predestinada desde toda la eternidad y respondió con buena disposición al anuncio del ángel.


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Finalmente, en el evangelio de hoy Juan anuncia el bautismo del Espíritu. Jesús nunca bautizó con agua. Pero sí anunció y trajo el bautismo del Espíritu. Tal fue el caso cuando se le apareció resucitado a los discípulos y entonces les sopló con el hálito del Espíritu (Juan 20,22).


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