El solsticio de invierno marca la medianoche del día solar (el año solar) en el hemisferio norte. Se da alrededor del 21 de diciembre y es el mediodía del año solar en el hemisferio sur. Allá es el día más largo del año; acá, la noche más larga del año.
La colonización europea nos ha llevado a celebrar las Saturnalias romanas alrededor de estas fechas. No fue que los europeos lo impusieran. Fue algo espontáneo, como el gusto por la Coca Cola y el el fútbol. Hasta en Asia celebran las Navidades.
Las costumbres y las tradiciones son así. Son como las palabras. Uno habla sin estar al tanto de la evolución de las expresiones. Uno sigue las costumbres sin enterarse de la historia de las costumbres. Uno no tiene que saber del significado de una palabra para saber usarla. Es como el auto: uno no tiene que saber cómo funciona el motor para ir de un sitio a otro en coche.
Es algo así como la celebración de Halloween y Thanksgiving. Cuando en Francia y España celebran Halloween, parece ser más bien un embeleco. En Puerto Rico celebramos Thanksgiving como una excusa para comer bien y «fiestar».
De esa manera también celebramos las Saturnalias, desde finales de noviembre hasta «las octavitas y los octavones», hasta la Candelaria en febrero. Es como decir, hasta las calendas griegas (sin saber de dónde salió esa frase de «las calendas griegas»).
Aunque el cristianismo puede traducirse a una ideología y un régimen fascista y estalinista (ya lo vimos en el siglo 20), la Navidad no debió ser una tradición que apareció impuesta y por decreto, con tal de desplazar a las Saturnalias romanas. Que hubo una intención de desplazar a las Saturnalias, eso podría ser cierto. Pero, como tantas costumbres imperiales, lo que se aceptó no fue por decreto, sino por afición popular. De nuevo, debió ser como el fútbol y el whisky. En el mundo hispánico todavía se bebe sangría, pero hay preferencia por otras bebidas y cocteles «imperiales». Con el tiempo hemos preferido (en África y en Latinoamérica) el fútbol a las corridas de toros y cosas parecidas.
Así que la decisión de imponer la celebración del 25 de diciembre como fecha del Natalicio del Salvador nunca se dio, porque no fue que una administración gubernamental cristiana se empeñó en que así fuera. No fue el resultado de una conspiración de cuartos oscuros.
De seguro los cristianos del siglo cuarto y siguientes se dijeron: si las Saturnalias son un pretexto para fiestar a nombre de invocar a Saturno que no nos deje sumidos en la oscuridad, qué más natural que invocar a Cristo, el nuevo Apolo, el Sol naciente, por la misma razón. Tiene sentido pensar y confirmar entonces que la verdadera fiesta original fue la del 6 de enero y la del 2 de febrero (la Candelaria). Ambas anuncian la luz del mundo, que disipa las tinieblas. Ambas confiesan a Jesús como «Dios con nosotros».
En el fondo, esto es lo que celebramos los cristianos: Jesús, sol en el horizonte, que visualizamos desde las sombras y la oscuridad en que estamos.
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En El cuento de Navidad de Charles Dickens Jesús no aparece. El mísero avaro de Scrooge descubre que el sentido de la Navidad es olvidarse de sí mismo y comenzar a pensar en los que tiene a su alrededor. Entonces decide comprar una cena para que todos coman bien y celebren alrededor de una mesa. Podríamos decir que Jesús está ahí tras el velo del proceso de descubrir que uno es feliz pensando en los demás.
¿Cuál puede ser la Navidad en ese contexto? ¿Cuál puede ser la Navidad para uno que vive y duerme en las aceras, sin abrigo, desamparado? ¿Cuál puede ser la Navidad en ese sentido de fiesta para uno que vive en un país pobre y aparentemente abandonado de Dios?
¿Se necesita dinero para vivir la alegría de la Navidad?
Cierto, «regalo» no tiene que ser algo que uno compra. Para pensar en la otra persona no se necesita dinero.
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Uno puede sentirse abandonado de Dios, sí. En ese sentido uno puede habitar en el país de las tinieblas. Para una persona así tiene sentido ver al Niño Jesús como la promesa de que Dios no se olvida de nosotros.
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