En el evangelio de hoy Jesús comienza el discurso de las Bienaventuranzas
En la primera lectura (Jeremías 17,5-8) Dios por boca del profeta repudia al que vive sólo con criterios humanos. «Maldito quien confía en el hombre y busca el apoyo de las criaturas,» dice. Otra cosa es cuando nuestro corazón se apoya y se afianza en Dios. El que pone su confianza en Dios será como un árbol que hunde sus raíces junto al agua de una corriente y que por eso sobrevive los meses de sequía y siempre da fruto, nos dice el profeta.
En la segunda lectura san Pablo (1 Corintios 15,12.16-20) subraya que nuestra fe no es sólo para la vida en este mundo, sino frente al horizonte de la vida eterna. «Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados,» dice. Pero no; Cristo resucitó y con él resucitaremos a la vida eterna.
En el evangelio Jesús baja del monte con sus discípulos y se encuentra con una gran muchedumbre que vino de todas partes y desde muy lejos para escucharle predicar. Entonces Jesús pronuncia lo que llamamos el discurso de las bienaventuranzas. «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios,» comienza.
Los pobres tienen más posibilidad de encontrar a Dios, que los ricos. Los ricos están enredados en sus comodidades y se preocupan por esas posesiones materiales, de manera que no tienen espacio en su mente como para acordarse de Dios. Piensan que sus necesidades se resuelven de manera material. Los pobres en cambio, no están atados por la ansiedad de manejar su riqueza y no perderla y cosas así. Por eso su alma es más libre y receptiva a Dios.
Pero también es cierto que las preocupaciones materiales pueden obsesionar a los pobres y a los necesitados. Encontrarse desamparados en medio de la necesidad (hambre, intemperie, enfermedades) es algo que también pueden ocupar toda la atención mientras la envidia y el rencor pueden envenenar el alma, lo mismo que la codicia y el deseo de venganza contra los ricos y los privilegiados.
Así, tradicionalmente hemos interpretado la pobreza evangélica en el sentido del desprendimiento de las cosas materiales al reconocer el valor superior de nuestra vida futura en el cielo. Podemos negociar nuestras necesidades materiales sin estar esclavizados por el dinero, el deseo de la fama o la vida de privilegios. Es legítimo preocuparse por nuestra vida en este mundo, pero no a la manera del esclavo de este mundo, sino al modo del que pasa peregrino por un país que necesita vivir en ese país, pero con la mente puesta en su destino final. Estamos en este mundo y nos preocupamos por las cosas de este mundo mientras nuestra mente piensa con los criterios de Dios, como cristianos.
Lo anterior también ha llevado a que los cristianos no estimen bien las cosas de este mundo, como apuntó el filósofo Nietzsche. Y es cierto que en su predicación más de un reverendo ha enfatizado el desprecio por los bienes de este mundo, como si los placeres terrenales fuesen todos ocasión de pecado. Lo correcto es saber apreciar las cosas buenas que disfrutamos en nuestra vida. Seremos peregrinos en esta tierra, pero eso no quita que podamos valorar y apreciar lo que valen los bienes materiales, sin dejarnos esclavizar ni someter nuestro espíritu. Una sana autoestima, por ejemplo, es un ingrediente necesario para una vida humana feliz, tanto en este mundo como en el mundo venidero.
Y desde los primeros tiempos los cristianos reconocieron la verdad de lo que decían los estoicos romanos, de que no es más rico quien tiene más dinero, sino el que tiene menos deseos. Llevando esto al extremo fue que los ermitaños del desierto se retiraron a la vida solitaria despreciando todo lo que la gente normal aprecia. Siglos más tarde podemos decir que no es menos santo el cristiano que sabe apreciar lo bueno de este mundo como Jesús también lo apreció como lo vemos en su compartir en banquetes. Los primeros cristianos ya se conocieron por su amor mutuo y por el modo de compartir el pan. Por eso el desprendimiento de las riquezas no quita el aprecio de una vida humana al modo normal. Que es sobre todo el modo normal de llevar la vida humana con sobriedad es lo que distingue a la santidad cristiana.
La santidad cristiana es para todos los cristianos, no sólo para unos pocos. Esto es así al modo real, en que las cosas nunca son perfectas. Todas las cosas en la realidad son aproximaciones de su modo ideal de ser, algo así como cada vaso de agua es distinto y a la vez igual a los demás vasos de agua. Así también cada cristiano es santo en virtud de su fe y de su bautismo, pero no como una realidad legal o una realidad ideal, sino como una realidad dinámica, al modo con que cada cosa en este mundo es una realidad dinámica. Así es como todo cristiano es pobre de espíritu, pero no al modo legal o abstracto, sino al modo de nuestra actitud fundamental de cara al horizonte de nuestro futuro junto a Dios que ya está presente en el ahora de cada día. Somos y no somos pobres de espíritu y nos desenvolvemos en esa dinámica en los días de nuestra vida.
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Al hablar de los criterios de Dios podemos pensar cómo Jesús vivió los criterios de Dios. ¿Propuso las bienaventuranzas como un grito de batalla para que sus seguidores montaran un reino de este mundo en que se obligara a todo el mundo a seguir un cierto modo de conducta, algo así como obligar a todas las mujeres a ser monjas? No parece que ese es el reino de Dios que anunció Jesús. Hemos de dejar atrás el modelo de la sociedad medieval, que en realidad no fue un mundo de criterios cristianos, a pesar de que muchos han tenido esa idea. Baste recordar las Cruzadas.
El criterio cristiano es el del amor al prójimo como expresión de nuestra adhesión a Dios, de las raíces de nuestra vida en el manantial del amor divino. Ese es el reino de Dios que Jesús predicó.
Invito a ver mis apuntes para este domingo, del 2019 (oprimir sobre la fecha).
Y más que eso, invito a leer con detenimiento el evangelio de hoy para meditarlo personalmente.
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