En el evangelio de hoy Jesús nos recuerda la vanidad de las riquezas
En los domingos anteriores Jesús le dijo a Marta que una sola cosa es necesaria en esta vida y María había escogido la mejor parte. Tradicionalmente esto se ha interpretado en el sentido de la vida de oración contemplativa, al menos en los últimos quinientos años. El episodio del evangelio de hoy parece confirmar esto. Pero no hemos de concebir el ideal de la vida cristiana como la de un llegar a ser ángeles. Tampoco tenemos que engreírnos como los fariseos pensándonos mejores que los demás.
La primera lectura de hoy está tomada del primer capítulo del Eclesiastés (Qohéleth). Comienza diciendo que todo es vanidad, ese afanarse por la sabiduría y la ciencia, tanto como afanarse por comer y beber, porque todo termina al final con la muerte. Para qué afanarse por los bienes y riquezas de este mundo, si al final todo desaparece, todo se pierde.
Con el salmo responsorial (salmo 89) respondemos a la primera lectura y cantamos: Dios es eterno, pero nosotros somos polvo. Dios nos da vida y también nos retira la vida. Entre tanto sufrimos durante el breve espacio de vida que tenemos y por eso invocamos a Dios para que nos alivie nuestras miserias.
A lo largo del Antiguo Testamento vemos que los judíos no tenían la idea de una vida más allá de la muerte. Podemos ver el sentido de nuestro cantar este salmo en ese contexto: ya que sólo vivimos un tiempo breve, invocamos a Dios que nos permita evitar sufrimientos.
En ese mismo contexto podemos recordar el libro de Job, que también pertenece a la literatura de la sabiduría del Antiguo Testamento. Job, igual que nosotros, ve que no puede controlar lo que le sucede. Lo mismo puede ser feliz, que infeliz. ¿Es que Dios se acuerda de uno? Con Job aprendemos a aceptar de Dios las cosas buenas y las cosas malas, sin necesariamente esperar premios.
Jesús vino a anunciarnos que el Padre nos ofrece vida eterna. En ese contexto vemos lo que nos dice san Pablo en la segunda lectura (Colosenses 3,1-5.9-11). Hemos muerto a la esclavitud del afán por las cosas de «este mundo», por los criterios de la vanidad. «Dad muerte a todo lo terreno», dice. El cristiano no le da importancia a las inquietudes y las pasiones de la vida diaria, sino que encuentra serenidad en la fe. Esto no significa que es nuestro deber ser ángeles. Los cristianos no pretendemos ser ángeles, ni eso pudo haber sido lo que Jesús vino a enseñarnos.
Nuestro futuro es el de Jesús, la de una vida material en un cuerpo material, como lo demostró en los relatos post pascuales cuando Jesús resucitado se sentó a comer y a compartir con los discípulos. Dios no está en un mundo «allá», distinto y aparte de «este mundo». Está «acá», con nosotros. Lo que tiene valor en este mundo presente también tendrá valor en el mundo de nuestros cuerpos resucitados.
Si nos confundimos es porque somos como los que construyen una casa y sólo pueden ver el cemento que mezclan o la madera que clavan sin poder visualizar la casa futura cuando llegue a completarse.
Por ahora está claro que un cristiano no tiene los criterios de los vanidosos de este mundo. Pero eso no significa que hemos de despreciar el dinero, la comida, la sana autoestima, así. Saber manejarse entre las exigencias de la vida presente con los criterios de la vida futura no es cosa fácil. Por eso es que más de un clérigo y más de un instituto religioso terminan cegados por la codicia, la ambición de poder, así.
En el evangelio de hoy (Lucas 12,13-21) Jesús propone la parábola del que dedicó mucho esfuerzo para lograr una gran cosecha y luego se puso a construir almacenes grandes para guardarla. Pero esa noche murió. ¿De qué le valió tanto esfuerzo y tanto acumular, si al final murió? «Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios,» concluye Jesús. Por tanto, hemos de hacernos ricos ante Dios.

Comentarios