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Domingo 2° de Adviento, Ciclo A





En el evangelio de hoy aparece Juan Bautista anunciando que la llegada del Reino y el fin de los tiempos es cosa de «ya». 
«Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca,» dice. Y más adelante en el pasaje del evangelio de Mateo que escuchamos hoy: «El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego».
La semana pasada vimos el caso de la higuera que Jesús maldijo y se secó, junto a lo que podría ser la versión de Lucas, en que el hortelano le pide una oportunidad al señor del terreno, para ver si le da una oportunidad a la higuera para que produzca. En el evangelio de hoy vemos de qué frutos se trata, cuando Juan Bautista increpa a los saduceos y fariseos diciéndoles, «Produzcan el fruto de una sincera conversión».
Por eso, dice Juan, «Yo los bautizo con agua para que se conviertan». Pero ya llega el que «los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego».
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Dios llega, nos dice. Conjeturamos que está hablando del Hijo del Hombre. 
Dios llega, y llega bajo figura humana. 
«Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible». 
La llegada es inminente. Cuando llegue ese momento Dios –el Hijo del Hombre– hará como  los sembradores al momento de la cosecha. Separará el grano de la paja. Separará los cabros de las ovejas. 
Nosotros sabemos ahora que Dios llega en la persona de Jesús. 
Juan no se lo ha encontrado. Habla de él como «el que ya está por llegar». 
El pasaje podría implicar que llegará como un torbellino de fuego. Los que estén preparados serán como metal precioso en el crisol. El fuego eliminará las impurezas y quedará el metal sólido que está bajo las apariencias de esas impurezas que ahora se volatizaron. Los que no estén preparados se esfumarán como vapor de la mañana al calor del sol. 
El bautismo de Juan es un bautismo de conversión, según nos dice. Es un gesto para indicar que uno tiene el propósito de cambiar la manera de vivir. 
El bautismo del que viene, del que ya llega, dice Juan, es un bautismo de fuego y del Espíritu. 
Por eso Jesús no bautiza, como lo hacía Juan.
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Más tarde Juan enviará a sus discípulos para preguntarle a Jesús si él es el que iba a venir. 
El pasaje lo encontramos más adelante en el evangelio de Mateo 11,2ss:
Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: "¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?" Jesús les respondió: "Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva." 

Con Jesús ya llega el juicio, ya está con nosotros el Reino de los cielos. 
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¿En qué sentido esto es alegría?
En otras palabras, qué decir de la alegría de la Navidad en nuestros días. 
Se supone que celebremos, estemos alegres y contentos en la Navidad. 
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Me imagino que es como la alegría del que estaba en la cárcel y lo dejan en libertad. 
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Claro, que si uno pecó y ni se enteró que pecó, qué vamos a hablar de alegría por la liberación. 
En el caso de lo judíos, sería la alegría de la restauración del reino de Israel, anunciada por Isaías y los profetas. 
Sólo que el reino no es político, ni militar, como luego sabemos. 
El reino está dentro de nosotros, como una levadura, un fermento. 
Los frutos de la conversión son las buenas obras.
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En una emergencia –como en los meses después del huracán, o el terremoto, cuando no hay electricidad y escasea el agua y la comida– se revela quién es el buen vecino, el verdadero amigo, la persona buena, versus quién el egoísta. 
Prepararse para ese momento es también saber de quién rodearse. Y prepararse para ese momento es comenzar ya a vivir en el espíritu de compartir y solidarizarse con los demás.
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Una golondrina no hace verano. 
Un homicidio no convierte a uno en homicida. 
Tampoco una obra buena convierte a uno en una buena persona. 
«Conversión» implica salirse del estilo de vida en que uno está, el camino y los amigos y la definición de lo que uno es a partir de ese camino en que uno esté, y el estilo de vida en que uno esté. 
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Entonces, aquí está la dimensión cristiana: uno no puede hacerlo por cuenta propia. No es posible lograr eso por cuenta propia.
No es posible prepararse para la llegada del Hijo del Hombre, por cuenta propia.
Para enderezar la vida y cambiar de camino se necesita la fuerza, el fuego, el auxilio y el apoyo de Dios, del Espíritu Santo. 
En segundo lugar, ese fuego auxiliador del celo por ser una persona «como Dios manda» aparece en la comunidad como un Pentecostés. 

Ese auxilio y ese fuego que es el celo por el camino cristiano facilita la conversión de cada uno. Como los mosqueteros: «Uno para todos y todos para uno». 
Para mantenerse en el camino de la conversión, para dejar a un lado el ambiente y el antiguo camino que no es de personas decentes, se necesitan esos dos apoyos, Espíritu Santo y comunidad. 
Esos dos apoyos se convierten en uno solo: el Espíritu Santo en la comunidad.
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Algo que preocupó a los primeros cristianos fue el hecho de que somos débiles. Uno se bautiza, pero más adelante se enfrenta a la dificultad de encontrar el camino de los frutos en la conversión. 
Los cristianos también cometen delitos. 
No todos los cristianos tienen fibra de mártires. Más de uno traicionaron su fe y le quemaron incienso a los dioses. 
No es fácil mantenerse en el buen camino. Por el mero hecho de ser cristiano, ya eso provoca la oposición de otros que no piensan ni ven las cosas como el cristiano.
Es que el reino de Dios crece y reclama terreno en el espacio de esta realidad en que estamos y vivimos. Sin los cristianos no hay reino de Dios. Donde está un cristiano, está Jesús reclamando el espacio para el Reino.
Por eso los cristianos están en una especie de guerra con «el mundo», el espacio pagano. 
Pero no se trata de una «guerra» de denuncia, de militancia política, o de relación de adversarios frente a los que no piensan como nosotros.
Eso no es lo que encontramos en los evangelios cuando Jesús anuncia que el Reino ya está con nosotros. Está el episodio en que los fariseos cuestionan cómo Jesús expulsa los demonios. Jesús les contesta, como en Mateo 12,29–
Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. "O, ¿cómo puede uno entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte? Entonces podrá saquear su casa.
 Que Jesús expulsa los demonios es señal de que ha llegado el Reino de Dios. 

Pero no fue que Jesús salió a buscar demonios para expulsar.
Pasa lo mismo con la presencia del Reino de Dios en este mundo, en las comunidades eclesiales. 
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No son los cristianos los que buscan la guerra y hacen la guerra. No es que Dios viene a hacerle la guerra a los hijos de Satanás. 
No; es que sin hacer nada, los «hijos de este mundo» le hacen la guerra a los cristianos y los empujan para que adoren los ídolos de este mundo. 
Los cristianos no necesitan montar piquetes contra los que no piensan como ellos. Estoy pensando en la obsesión con el tema del aborto que tienen muchos obispos, cardenales, eclesiásticos y también instituciones católicas en los Estados Unidos. 





Es que ya en el camino de las actividades normales de cualquier ciudadano pueden aparecer esas tentaciones a la idolatría, a doblegarse a las exigencias de las situaciones humanas. Ya con eso basta, como «guerra», para el cristiano.
Esos mismos obispos y eclesiásticos y líderes católicos comunitarios vuelven de sus marchas contra el aborto a una vida privada encarrilada dentro de los cánones del paganismo: la vanidad, la idolatría y el fetichismo de las vestimentas, los puestos, el halago de los subalternos, las cuentas de banco, así. Entre tanto la pobreza que tienen en las narices les trae sin cuidado. Es lo que vemos en la otra versión del meme anterior.



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Nótese que Jesús no montó polémica con el César, ni con los que estaban fuera del círculo religioso judío. Su polémica fue interna, con los líderes judíos. Baste señalar lo que es la verdadera conversión y eso levantará ronchas en los que ven este asunto en sentido legalista, «religioso». 
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Uno puede ser esclavo de la conducta de los demás. 
Una manera de ser esclavo de la conducta de los demás es la obsesión con hacer que los demás piensen y actúen como uno quiere.
Qué tal si la Buena Nueva equivale a esa liberación, a no ser ya esclavo de lo que los demás piensen y hagan. 
Que cada cual vaya a lo suyo. Dios ama a los malos y hace llover sobre justos y pecadores (Mateo 5,45). No nos toca a nosotros juzgar (Mateo 7,1).
Lo mío, dirá el cristiano, es la vida de cristiano. Es vivir como alguien que ha pasado por el evento de la conversión, del bautismo de la fe.
Si eso acarrea problemas, ahí está la «guerra». Pero no es algo que uno busca, como Jesús no buscó la cruz. 
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Jesús no llegó diciendo, «Aquí estoy, listo para que me crucifiquen». 
Jesús llegó diciendo: el Reino ha llegado. Aceptarme a mi es aceptar al Padre; es aceptar y entrar en el Reino. 
El Reino es tan siquiera un estado mental. No; es la realidad de solidarizarse completamente con Jesús y con el Padre — en la comunidad de los discípulos. 
Dios irrumpió en la historia con Jesús. El Reino de Dios ya está aquí y Satanás y los demonios se someten. De ahí el sentido de los exorcismos. 
Entonces surge la paradoja de la cruz. Si eso fuese cierto entonces cómo explicar el abandono de la cruz. 
La experiencia pascual entonces fue: el Mesías tenía que pasar y padecer eso para demostrar la fuerza del amor al prójimo. Eso sólo es posible gracias a la fuerza del Espíritu.
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«Aquí estoy, para hacer la voluntad del Padre» — pero en ningún sitio dice que la voluntad del Padre es el sacrificio de su propio hijo. 
Jesús es el camino, la verdad y la vida. El camino es el someterse al Padre, cosa que los demonios no pueden hacer. De esa manera llega Jesús y produce el exorcismo del amor al prójimo. De esa manera se establece el Reino, en el amor al prójimo, en la comprensión humana de la Ley que entonces resulta ser la comprensión divina del mundo.
Esa es la alegría de la Navidad. Dios habita entre nosotros; el Reino está aquí.




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