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María Madre de Dios

Murillo. Sana teología: la atención de la Virgen, en el Niño.



La primera lectura de hoy está tomada del libro de los Números 6,22-27. Moisés le enseña a Aarón la manera de bendecir:
Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia.
Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz.

La solemnidad de hoy celebra lo que es la bendición de Dios para todos nosotros: la divina maternidad de la también Bendita Virgen María, aclamada en el latín original Beata Virgo Maria.
A su vez es una bendición pronunciada sobre el nuevo pueblo de Dios, para todos los días de este nuevo año.
El salmo responsorial continúa el tema de la bendición:
El Señor tenga piedad y nos bendiga, 
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para que en la tierra se reconozca su dominio, 
y su victoria entre las naciones.

La segunda lectura está tomada de la carta de San Pablo a los Gálatas, 4,4-7. Es el único pasaje en que San Pablo hace referencia a la Virgen: «Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos.»
El llamarnos «hijos de Dios» tenía un sentido más fuerte para aquellos primeros cristianos, que para nosotros hoy día. Valga recordar cómo más de un emperador nombró sucesor a un hijo adoptivo, echando a un lado a los naturales.
Para el cristiano toda la historia, toda la creación adquiere su sentido en este misterio de la encarnación: Jesús, hijo de María, hijo del Padre, Dios y hombre verdadero.
Recordemos el resumen que hizo Pablo en Romanos 1,1-7 (evangelio del Domingo 4° de Adviento, ciclo A): «nacido, según la carne, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo, nuestro Señor». 

La tercera lectura está tomada de San Lucas 2,16-21. Nos devuelve a la contemplación de Jesús recién nacido, que los pastores vienen a adorar. Nosotros, igual que los pastores, hemos escuchado el anuncio del nacimiento del Niño Dios. El evangelio termina diciéndonos que conforme a la Ley el niño fue circuncidado ocho días después de nacido. Siendo humano, debía estar sometido a la Ley como cualquier otro recién nacido (Levítico 12,3).
 En las iglesias luteranas, las anglicanas y otras la solemnidad de hoy lleva el título de La Circuncisión de Cristo. 

Breve historia de la institución de la solemnidad. Vale la pena consultar sobre la historia de esta solemnidad, como en Wikipedia. En la versión en inglés de este artículo hay más información, mayor riqueza histórica, lo mismo que en francés y en alemán. (No puedo resistir este comentario: la pobreza del artículo en castellano en Wikipedia es un reflejo de la pobreza de nuestro catolicismo hispano.) 
Pareciera que esta fiesta/solemnidad se celebró desde los primeros siglos del cristianismo, pero con un enfoque sobre la Virgen en el contexto de la Octava de Navidad. En el siglo 7° se cambió por el de la Circuncisión, siempre en el contexto de la Octava de Navidad. 
Por otro lado la fiesta de la Maternidad de María se fue propagando en los tiempos modernos desde Portugal, a España, a Francia. En 1931 el papa Pío XI la extendió a la iglesia universal y fijó la fecha del 11 de octubre. Con eso en mente el papa Juan XXIII decidió que la inauguración del Concilio Vaticano II fuese el 11 de octubre de 1962. 
En la reforma del calendario católico que se promulgó en 1969 se trasladó esta fiesta para el 1° de enero. Grupos católicos tradicionalistas no aceptan esto y celebran hoy la Octava de Navidad sin más.
El papa Pablo VI precisó el sentido de esta solemnidad en la encíclica Marialis Cultus de 1974. Es una encíclica que merece ser leída en su totalidad por los devotos de la Virgen.
Cito de esa encíclica algunos párrafos:

17. María es la "Virgen oyente", que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: "la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo"; en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) "Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno", dijo: "he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38); fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor" (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia.
18. María es, asimismo, la "Virgen orante". Así aparece Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el "Magnificat"(cf. Lc 1, 46-55), la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque —como parece sugerir S. Ireneo— en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al Mesías (cf. Jn 8, 56) (48) y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia: "Saltando de gozo, María proclama proféticamente el nombre de la Iglesia: "Mi alma engrandece al Señor..." ". En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos.

19. María es también la "Virgen-Madre", es decir, aquella que "por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo": prodigiosa maternidad constituida por Dios como "tipo" y "ejemplar" de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual "se convierte ella misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de Dios". Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien en una homilía natalicia afirma: "El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua regenere al creyente". Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo en las fuentes litúrgicas, podríamos citar la Illatio de la liturgia hispánica: "Ella (María) llevó la Vida en su seno, ésta (la Iglesia) en el bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó Cristo, en las aguas bautismales el regenerado se reviste de Cristo".


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Otros comentarios
Al proponernos la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, volvemos a meditar sobre la figura del Niño Jesús nacido en un pesebre, junto a la mula y el buey. Volvemos a meditar el misterio de la Encarnación: Jesús, verdaderamente humano, pero a la vez, verdaderamente Dios.
No es asunto de captar esto de manera intelectual. Es cuestión de confesar de todo corazón que uno reconoce a Jesús, nuestro salvador. Si confiesas en tu corazón y con tu mente: cree en el Señor Jesús y serás salvo, como encontramos en Juan 6,47; Hechos 16,29-32; Romanos 10,9; 1 Juan 4,15. 
Esto mismo es lo que también representa cuando reconocemos a María como Madre de Dios. Ella concibió y dio a luz a Jesús. Sin María Jesús no hubiera tenido identidad. Jesús fue más que un cuerpo; fue la identidad del Hijo de Dios. Esa identidad del Hijo de Dios que salió a predicar por los caminos y poblados de Galilea tuvo como ingrediente su condición de ser humano y divino a la vez, pero en una sola persona. 
Que María fue la Madre de Dios fue algo que se definió en el Concilio de Éfeso a comienzos del siglo 5° de nuestra era cristiana. El lenguaje que se utilizó y el contexto mental con que se produjo ya no cuadran con el lenguaje y el marco conceptual de nuestra época. No obstante, podemos decir que aquí lo importante no está en los detalles históricos y lingüistícos. Es lo que sucede con la interpretación del Génesis, que no es posible tomárselo al pie de la letra; pero que eso no evita que lo entendamos en términos de las verdades eternas que profesamos los cristianos. 
Los primeros concilios del cristianismo estuvieron erizados de controversias, pero todos se dieron en el contexto de lo que los estudiosos del siglo 19 llamaron «neoplatonismo». Todos dieron por sentado que Dios es un «algo» divino y que el ser humano es un «algo» botánico. Los que condenan el aborto siguen pensando de esa manera. 
¿Qué pueden tener en común lo humano («algo», elemento, cosa) y lo divino («algo», elemento, cosa), de manera que se puedan juntar en una «hipóstasis», una unión en la persona de Cristo sin separación y sin mezcla? Como eso es casi imposible de entender, por eso no se le dio mucho pensamiento al asunto. Lo importante fue aceptarlo con un «sí» al modo con que los fieles asistían a misa los domingos sin entender ni pío del latín de la ceremonia.
Pensando esto en términos de la tradición esencialista platónica, uno podía terminar asumiendo que las dos naturalezas podían verse como el equivalente de dos cuerpos, que Cristo sería una especie de híbrido como los híbridos que podrían haber en el mundo. Sería como decir «el alma» que estaría ahí en nosotros como parte de nuestra configuración humana. De la misma manera Cristo tendría dos almas y un cuerpo y una hipóstasis o «Persona», o personalidad. Todo esto provocó múltiples debates. Algunos fueron tan acalorados como el caso en que llegó una tropa de «monjes» (en realidad una ganga de bravucones al estilo de los escuadrones fascistas) para imponer su versión del dogma mariano. 
Pero una vez que entramos en la manera de pensar de la modernidad y la posmodernidad, del existencialismo y el post existencialismo, todos aquellos debates y doctrinas perdieron su sentido. Nos tocaría a nosotros conservar la verdad de los dogmas —como en el ejemplo del Génesis, en que se puede conservar el meollo de su intención, la imagen de Dios Creador—en términos de los conocimientos adquiridos. En la modernidad y la posmodernidad hemos de reconocer que Dios no puede ser una sustancia, como tampoco el ser humano es una sustancia. Es decir, nuestro ser no consiste en ser un cuerpo. Ni tan siquiera podemos decir que somos animales que piensan, por ejemplo, al modo de la definición aristotélica de «animal racional».
Animales, somos seres naturales, cierto; pero no lo somos porque eso no es todo. Racionales, no lo somos; los animales y los ordenadores también razonan. Entrar en los detalles del uso de razón rebasa el espacio de estos apuntes. Pero es así: ser «inteligente» no es meramente ser racional, o tener uso de razón. Somos un hueco en el orden del ser porque lo que nos define, nuestra identidad, es algo que siempre está por verse, es algo que no es todavía. Y aun cuando llegamos a serlo estamos a punto de perderlo a cada instante. Somos nuestra biografía y sin el contexto socio cultural, esa biografía no se puede definir.
Estaríamos más acertados en decir que somos animales civilizados. Un chimpancé nunca entenderá de cinismo o ironía (como la ironía de vestirse de frac, cuando a fin de cuentas la mona aunque se vista de seda, mona se queda); ni la computadora logrará entender de esas cosas. Las computadoras nunca entenderán de chistes. 
Hay tribus del Amazonas que andan desnudos. Pero no, no andan desnudos: tienen pintura y tatuajes en el cuerpo y llevan plumas en la cabeza. Ningún chimpancé, ninguna computadora sentirá necesidad de adornarse. Nos definimos humanos porque somos civilizados. Ser un ser humano no es asunto de algo físico; es asunto de estar integrados a un estilo de vida y tener una vida por delante.
De esa misma manera nos unimos al pueblo de Dios. Dios se revela cuando nos integramos al pueblo de Dios y orientamos nuestra mirada junto a los demás al frente, hacia nuestro futuro en la Tierra Prometida hacia la que vamos caminando, al encuentro del Señor. Dios se revela, no de manera intelectual, sino en la acción comunitaria del culto: al escuchar la Palabra y celebrar la Eucaristía. La comunidad misma es el sacramento del encuentro con Dios. 


El lector también puede ver mis apuntes sobre el misterio de la Encarnación, del 2008 (pulsar aquí).

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